Internacional

Pedro Díaz Arcia

Cuando el primer ministro del Gobierno Revolucionario, Fidel Castro, subió al podio para dirigirse al plenario de la Asamblea General de las Naciones Unidas (AGNU), el 26 de septiembre de 1960, una voz inusual retumbó en el recinto: “¡Desaparezca la filosofía del despojo y habrá desaparecido la filosofía de la guerra! ¡Desparezcan las colonias, desaparezca la explotación de los países por los monopolios, y entonces la humanidad habrá alcanzado una verdadera etapa de progreso!”.

En los años sesenta una ola de revoluciones nacional-liberadoras arrancó al imperio colonial más de 100 territorios. La victoria revolucionaria cubana influyó en movimientos insurgentes en distintas latitudes. El gobierno cubano no fue ajeno y les brindó su apoyo; particularmente a la levantisca en América Latina. El juego “sin equilibrios” había comenzado.

Recordando un poco de historia, a principios del siglo XX los Estados Unidos tenían unos 1.500 millones de dólares invertidos en la isla caribeña. Al triunfo de la Revolución controlaban el 40% de su producción azucarera, el 50% de los ferrocarriles y entre el 80 y 100% de los servicios públicos. Pero lo más importante es que decidían sobre los destinos del país interviniendo en sus asuntos internos. ¡Eso se acabó el 1ro de enero de 1959!

El 3 de enero de 1961, el presidente John F. Kennedy, que había sucedido en el cargo al general Dwight D. Eisenhower, decidió romper las relaciones diplomáticas con Cuba; en marzo, a pocos días de la invasión derrotada en menos de 72 horas en las turbias aguas y arenas de Playa Girón, determinó por motivos de “interés nacional” eliminar la cuota de azúcar que importaba de Cuba.

En medio de constantes ataques de todo tipo, el 31 de enero de 1962, cumpliendo órdenes de Washington, Cuba fue expulsada de la Organización de Estados Americanos (OEA) en la Cumbre de Punta del Este, Uruguay, por la incompatibilidad del régimen con el sistema interamericano; cuando la región era una charca de gobiernos serviles, con honrosas excepciones. Kennedy impuso en febrero el bloqueo comercial, y en marzo aplicó la Ley de Comercio con el Enemigo para endurecer medidas comerciales y financieras de tiempos de guerra o de emergencia nacional.

En la “Crisis de los misiles”, en octubre de 1962, la nación estuvo en la mira de las ojivas nucleares en medio de sabotajes y enfrentamientos a bandas contrarrevolucionarias filiales de la CIA. La soberanía de Cuba brilló ante el rechazo de Fidel a los acuerdos asumidos por Estados Unidos y la Unión Soviética a espaldas del pueblo cubano; y fijó los principios para una convivencia de paz y respeto con el poderoso vecino.

Y aunque el 5 de junio de 1977 fueron creadas una sección de intereses de Estados Unidos en la embajada de Suiza en Cuba y una de Cuba en la embajada de Checoslovaquia en Washington; sin embargo, el objetivo de Estados Unidos no era promover el desarrollo de relaciones múltiples, sino todo lo contrario.

Muchos años después, lejos de aminorar el bloqueo, el 23 de octubre de 1992 el presidente George Bush (padre), aprobó la onerosa Ley Torricelli para recrudecer el “embargo”; y en marzo de 1995, Bill Clinton refrendaría la Ley Helms-Burton, en su peor versión por el carácter extraterritorial de su contenido.

Un alto esperanzador en el camino se produjo el 17 de diciembre de 2014 cuando los expresidentes Raúl Castro y Barack Obama decidieron establecer un acercamiento entre ambos países. Pero el presidente Donald Trump lo echó todo por la borda.

Ahora el director general para Estados Unidos de la Cancillería de Cuba, Carlos Fernández de Cossío, acaba de advertir que la agresividad de la actual política contra la isla tiende a provocar el cierre de las respectivas embajadas, y que aunque no es lo que desean las autoridades cubanas, están listas y preparadas.