Jorge Gómez Barata
La confrontación comercial y tecnológica entre los Estados Unidos y China recuerda una fórmula atribuida al filósofo alemán Guillermo Federico Hegel (1770-1831), presuntamente adoptada por Karl Marx, según la cual el desarrollo ocurre en forma de “espiral”. De ese modo, cada tanto la humanidad repite un ciclo, y pasa por las mismas estaciones, sólo que lo hace en un nivel superior.
Según esa lógica extremadamente abstracta, los actuales procesos desplegados a nivel global, de alguna manera, habrían sucedido otras veces. Se trata como antes de una potencia emergente que desafía a otra, tal como ocurrió entre Roma y sus adversarios, entre el proteccionismo y el libre cambio, la piratería y la libertad de los mares. De igual manera se reeditaron las contradicciones que condujeron a la Primera Guerra Mundial y alimentaron la Guerra Fría.
Lo que ahora ocurre con Huawei es comparable con lo sucedido en los años cuarenta, cuando el monopolio nuclear de los Estados Unidos colocó contra las cuerdas a la Unión Soviética, reapareció en los cincuenta y sesenta cuando la URSS, con los Sputnik, el vuelo de Yuri Gagarin, y la cohetería estratégica los superó por la clásica milla, e hizo peligrar su seguridad nacional. En ninguno de los casos aquellos eventos significaron una victoria definitiva de un sistema sobre el otro.
En esas materias y a esa escala las correlaciones de fuerzas y las proyecciones estratégicas necesitan tomar en cuenta los elementos realmente esenciales y no anécdotas circunstanciales. La derrota de la Unión Soviética no ocurrió por las ventajas económicas y tecnológicas de los Estados Unidos, sino por sus propias carencias, asociadas a déficits de democracia e ineficacia del sistema político.
Quienes gustan de especular y establecer correlaciones entre China y los Estados Unidos pierden el tiempo. No existe una metodología para comparar ni correlacionar una realidad con la otra. La primera es una civilización, y los segundos todavía no.
Entendida como civilización a China le ha tomado unos seis mil años llegar al punto donde hoy se encuentra, cosa que Estados Unidos realizó en menos de doscientos cincuenta años. La potencia asiática llegó a ese nivel con unos 1,100 millones de habitantes, mientras que Estados Unidos lo hace con 300 millones. En 2018 el producto bruto interno (PIB) de Estados Unidos fue de 17 billones 353 millones de dólares, el de China alcanzó los 11 billones 360 millones.
Estaba yo matriculado en la escuela del PCUS en Moscú cuando debutó la entonces llamada teoría de la convergencia, atribuida a Zbigniew Brzezinski, según la cual los dos sistemas políticos y sociales en pugna, es decir el capitalismo y el socialismo, debido a imperativos de la tecnología, se encontrarían en algún punto. Los profesores y conferencistas de entonces no ahorraron argumentos ni diatribas contra aquella tesis, que entonces me pareció una interesante novedad y que, a la larga, hubiera resultado un mal menor.
¿Acaso pudiera ocurrir así con China y los Estados Unidos? En verdad, no me extrañaría. En 1978 China introdujo reformas que la aproximaron al modelo económico estadounidense, las cuales no cesa de profundizar. Después de la disolución de la URSS Rusia se desafilió del socialismo, y adoptó la economía de mercado. Similares derroteros siguieron los 20 estados surgidos en los territorios exsoviéticos y en los antiguos países de Europa Oriental. La otra noticia es que en Estados Unidos soplan aires socialistas.
Francamente de la “guerra comercial” lo que me preocupa es el retraso que puede provocar a las corrientes de la globalización, el freno a los esfuerzos integracionistas, y al progreso general de la humanidad, especialmente de los países pobres y emergentes que tienen con todo ello nuevas oportunidades.
Sin ofender a protagonistas y observadores, la guerra comercial es un conflicto “bizantino” que no va a ningún lugar, porque no hay manera de llegar a acuerdos, ni puede provocar una ruptura de dimensiones históricas. El affaire Huawei, aunque de enormes connotaciones, carece de potencial para redireccionar las tendencias del desarrollo.