Internacional

Un imperio con suerte

Jorge Gómez Barata

En Crimea, el presidente ruso, Vladimir Putin, probó que las adquisiciones territoriales no son historia antigua y respecto a Groenlandia, el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, no abre caminos. Antes de él, los presidentes Andrew Johnson y Harry Truman intentaron comprarla.

Hasta el siglo XIX las anexiones, ocupaciones, transacciones políticas y compra-venta de territorios habitados eran frecuentes. A la buena fortuna de encontrar vendedores, Estados Unidos sumó pocos prejuicios por las nacionalidades ajenas, dinero y talento inversionista.

En 1803, por 15 millones de dólares, adquirió Luisiana, incluida Florida (2’100,000 km²). En 1867, por siete millones, compró Alaska a Rusia (1’117,845 km²). En 1848 México se vio obligado a suscribir con ellos el Tratado Guadalupe-Hidalgo mediante el cual, a cambio de 15 millones de dólares, entregó 2’378,539 km². En 1898, mediante maniobras y transacciones políticas se hizo con Hawai de 28,311 km². Así pasó, de trece estados originales con poco más de dos millones de kilómetros cuadrados a 50 con una extensión de 9’826,630 kilómetros cuadrados.

Tampoco las elites de Dinamarca fueron santas. En 1917 por 25 millones le vendieron a Estados Unidos las Islas Vírgenes (1,109 km²). Desde entonces, sus nativos, aunque no votan en las elecciones, son ciudadanos estadounidenses por nacimiento.

A pesar de ser parte de Europa, estar a 1,600 Km de Noruega, a igual distancia de Canadá y a unos 2,000 de Boston, Groenlandia fue descubierta en el siglo X, unos quinientos años antes de que lo fuera América y, aunque los vikingos se establecieron allí, por razones de comunicación naval, sus habitantes se relacionaron sobre todo con Estados Unidos y Canadá.

Aunque Groenlandia parezca una estéril masa de hielo, debajo de ella existe un permafrost virgen que puede albergar enormes riquezas. Si bien, actualmente, su PIB es menos de 3000 millones de dólares anuales y recibe unos 700 por subsidios, el interés para Estados Unidos se asocia a la seguridad nacional y a la competencia por el Artico.

En ese entendido y debido a que la opción de compra no es viable, queda la baza política, asociada a la hipótesis de que la isla establezca su independencia y libérrimamente se asocie a Estados Unidos que la estará esperando.

En cualquier caso, aunque más espectacular, Trump no es un innovador. En 1867, bajo la presidencia de Andrew Johnson, el Departamento de Estado recomendó la compra de Groenlandia y en 1946 el ex presidente Harry Truman hizo una oferta formal de compra por 100 millones de dólares (hoy serían 1,300 millones). Entonces se alegaron necesidades militares.

La gestión se paralizó porque en 1949 Dinamarca ingresó a la OTAN y en los años cincuenta concedió a Estados Unidos derechos para instalar y operar la base militar de Thule (1,200 km al Norte del círculo polar ártico) la instalación castrense estadounidense más al Norte del planeta.

Lo peor en la propuesta del presidente Donald Trump no es el afán de expandir a los Estados Unidos para “volver a hacer fuerte a América”, sino es la actitud desconsiderada hacia los intereses y la identidad nacional de otros estados y naciones, en este caso un país desarrollado, rico y estrecho aliado suyo, sino la paradoja de, en la era global, adoptar conductas primarias y prácticas imperialistas que se creían sobrepasadas.

Al sumar al proteccionismo, las sanciones, los bloqueos y las amenazas militares la adquisición de nuevos territorios, Trump desmiente la ejecutoria de los Estados Unidos. En sus 14 Puntos, el presidente Woodrow Wilson, artífice de la Sociedad de Naciones, repudió las anexiones territoriales, lo mismo hizo Franklin D. Roosevelt en la Carta del Atlántico y Truman al acoger a la ONU.

Intentar ahora comprar territorios con pobladores incluidos es francamente primitivo y, en cualquier caso, no es cosa de un imperio serio.