Jorge Gómez Barata
La extensión territorial de Brasil es de ocho millones y medio de kilómetros cuadrados, casi la mitad ocupados por la selva de la Amazonía, la floresta más grande del planeta, y uno de los pocos lugares del mundo no totalmente explorados. Obviamente se trata de una fuente de recursos naturales de los que el país no puede prescindir, y para lo cual necesita elaborar políticas coherentes que aseguren tanto la conservación como el desarrollo.
La exquisita sensibilidad ecológica instalada en la cultura de los sectores ilustrados de todo el mundo, da lugar a reacciones tan vigorosas como la expresada ante los incendios de la Amazonia, pero también a actitudes que soslayan el hecho de que, en ese macizo de siete millones de kilómetros cuadrados, donde se cobija el 20 por ciento de la fauna y la mitad de la flora del planeta, se encuentra la cuarta parte del agua dulce del mundo, y se genera el 20 por ciento del oxígeno de la Tierra, viven y trabajan 40 millones de personas, que moran en ciudades, poblados, comunidades campesinas e indígenas, incluso alrededor de 100 tribus no contactadas.
En la bella y excepcionalmente rica floresta, por la que, con cientos de tributarios, fluye el río más largo y caudaloso del mundo, que recorre 6,800 km y transporta 230,000 metros cúbicos de agua por segundo, también abunda la pobreza, y además de inescrupulosos madereros, mineros, ganaderos, cosecheros, que realizan talas y quemas ilegales, y practican la ganadería extensiva y clandestina; existen empresarios, agricultores y campesinos que despliegan sus labores en consonancia con la ley.
Para proteger la ecología no es necesario prescindir de los recursos naturales, ni demonizar a los agricultores, mineros, petroleros, constructores e industriales. El equilibrio ecológico no sería viable si excluye a la especie y a la sociedad humana, que para forjar su bienestar necesita interactuar con la naturaleza y aprovechar sus bondades.
La primera obra de infraestructura en la Amazonia fue el ferrocarril de Manaos-Mamoré, que se inició en 1890. Desde entonces apenas se han construido 30,000 km de carreras asfaltadas, y ningún ferrocarril o autopista que cubra todo el territorio. Tampoco abundan los grandes puertos fluviales.
Se calcula que una vía férrea que atraviese la selva, un proyecto que data de principios del siglo XX, y en el cual ahora está interesada China, con ramales que conecten a los océanos Atlántico y Pacífico, y a los nueve países con intereses en la zona, así como a los principales puertos fluviales y a los sistemas viales nacionales, puede costar unos 10 billones de dólares, lo cual, en términos estrictamente económicos, hace incosteable la obra.
También fueron incosteables en sus tiempos, y hoy serían impugnados, el Expreso Oriente, el ferrocarril transcontinental en los Estados Unidos, los canales de Suez y Panamá, y por supuesto el viaje a la Luna. De haber prevalecido algunos conceptos vigentes, hoy la Revolución Industrial nunca habría ocurrido.
Proyectos que favorezcan el progreso no necesariamente destruirían la selva, y formarían cadenas productivas que incluirían obras energéticas, facilitaría la urbanización, favorecería las obras sociales, generarían cientos de miles de empleos, y harían sostenible el progreso.
Otra cosa es la actitud depredadora frente a la naturaleza. La humanidad y todos los países amazónicos cuentan con talento y recursos para formular planes de desarrollo y políticas conservacionistas coherentes y ventajosas.
Los incendios que hoy ponen en peligro el pulmón del planeta constituyen una crisis, que aunque eventual, está pésimamente gestionada por el gobierno de Jair Bolsonaro, que ha reaccionado tarde y mal. No obstante, la Amazonia sobrevivirá a los bárbaros que le han prendido fuego, y más temprano que tarde, aportará a Brasil y a Sudamérica inmensos recursos para el desarrollo.