Tan pronto el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, supo del bombardeo iraní a dos bases militares que albergan tropas de Estados Unidos en Irak, se apresuró a declarar que “nada está pasando y que todo estaba bien”, restando valor a la primera respuesta armada de Teherán por el asesinato del Mayor General Qasem Soleimani, ordenado el pasado 2 de enero por el jefe de la Casa Blanca.
La televisión iraní había mostrado imágenes de la trayectoria luminosa de los cohetes balísticos dirigidos contra dos bases aéreas estadounidenses situadas respectivamente en la provincia occidental iraquí de Al-Anbar que fue visitada por Trump en 2018, y la otra en Erbil, capital de la región del Kurdistán.
El ayatolá Seyed Ali Jamenei, líder de la Revolución Islámica de Irán, en un discurso pronunciado en la ciudad de Qom, aseguró enseguida que esos ataques a bases aéreas estadounidenses en Irak “son sólo una bofetada” y no la venganza anunciada tras el asesinato del general Qasem Soleimani. “La venganza será otra cuestión, ahora recibieron una bofetada que no es respuesta suficiente. Es imprescindible poner fin a la presencia corrupta de Estados Unidos en esta región”, exaltó Jamenei.
Por su parte, el presidente iraní Hassan Rouhani definió el carácter estratégico de la represalia imaginada por Teherán como respuesta precisa por el asesinato del general Soleimani será la “expulsión de todas las fuerzas estadounidenses de la región”.
El Cuerpo de Guardianes de la Revolución Islámica de Irán (CGRI) aseguró que al menos 80 militares estadounidenses murieron en el ataque a las bases aéreas en Irak que, a su vez, sufrieron cuantiosos daños.
Sin embargo, el día siguiente, Trump reapareció en la Casa Blanca insistiendo en que el ataque iraní del día anterior no provocó muertes de soldados estadounidenses, y volvió a enfatizar en que “Irán debe abandonar sus ambiciones nucleares y dejar de respaldar a terroristas”.
Se trata de los mismos pretextos utilizados desde que asumió la presidencia para recurrir al terrorismo de Estado, los ataques “preventivos” al estilo nazi, e imponer a la nación persa asfixiantes sanciones económicas —que prometió intensificar— para derribar por hambre a la intransigente Revolución Islámica.
Número de bajas aparte, sobresale el hecho de que Irán haya tenido una vez más la temeridad de desafiar al “ejército más poderoso y mejor equipado del mundo”, según lo definió el propio mandatario estadounidense al anunciar que impondría nuevas medidas punitivas contra la nación persa
Sin embargo, todo indica que Washington tuvo de algún modo aviso previo sobre el ataque que envió Irán al gobierno de Bagdad “por respeto a la soberanía de Irak”, según indicó el canciller persa Javad Zarif.
El diplomático iraní definió los ataques del martes 4 contra objetivos estadounidenses como medidas proporcionadas en defensa propia e indicó que Irán no tiene intención de emprender ninguna otra acción, siempre que Estados Unidos no agreda a Irán.
Cuando el ex embajador de Estados Unidos en la ONU John Bolton se convirtió en asesor de seguridad nacional del presidente Trump y el ex representante Mike Pompeo fue designado en el cargo de Secretario de Estado, predije, como muchos colegas en todo el mundo, que ese equipo, al servicio de Donald Trump, estaba llamado a dejar huellas diabólicas en la historia de las relaciones internacionales y la diplomacia mundial.
Hay que reconocer que ambos siniestros personajes superaron estas sombrías expectativas y demostraron ser más extremistas en su ideología, más malévolos y amorales de lo que se les temía. Lo hemos podido apreciar posteriormente luego de su incorporación a lo que ya se cataloga como el peor gobierno en la bochornosa historia de la política exterior de Estados Unidos.
Es como si, a partir del ingreso de estos dos monstruos en la gobernación de la superpotencia norteamericana, hubieran sido eliminadas todas las restricciones políticas y la decencia en la política externa de Estados Unidos, dando rienda suelta a los más temibles especímenes de la fauna bipartidista, dotándolos de amplia libertad para cumplir las nefastas agendas neoconservadoras.
Desde 1998, el gobierno de Estados Unidos se ha negado a formar parte de la Corte Penal Internacional (CPI), porque los amplios poderes de enjuiciamiento que ésta ejerce sin tener que rendir cuentas a cualquier otra instancia por una acción judicial suya sería un peligro y una amenaza para la pretendida soberanía absoluta del gobierno estadounidense sobre sus actos judiciales, contrarios a lo que establece el Derecho Internacional.
Es indudable que las huellas diabólicas de Pompeo y Bolton se advierten aún en Washington.
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