Internacional

Pedro Díaz Arcia

Es cierto que la pandemia no distingue entre clases sociales ni privilegia a determinados sectores poblacionales, tampoco posee un “radar genético” que le permita distinguir entre unas personas y otras según su procedencia; pero lo cierto es que está haciendo estragos en estratos muy definidos, al atacar a la sociedad por sus flancos más vulnerables.

La reciente aparición de cifras escalofriantes del comportamiento del Covid-19 en Estados Unidos convoca a la reflexión. En Nueva York, su capital económico-financiera, hasta el pasado 8 de abril el 28% de los fallecidos eran afroamericanos; en Chicago, la sexta ciudad más poblada, hasta el 5 de abril casi el 50% de los contagiados y el 72% de los fallecidos eran afroamericanos, cuando representan sólo el 30% de la población.

En el estado de Michigan se elevaron a 33% los contagios y a 41% las muertes, cuando son el 14% de los habitantes; en la ciudad de Milwaukee, en Wisconsin, hasta el viernes 3 de abril acumulaban cerca del 50% de los contagios, cuando cuentan con el 26% de la población; en el sureño estado de Luisiana, cerca del 40% de las muertes ocurrieron en Nueva Orleáns, donde la mayoría de los pobladores son afroamericanos.

Algo similar podría estar sucediendo con los latinos, pues el 34% de los muertos en Nueva York son hispanoamericanos, cifra superior a la de afroamericanos. En Estados Unidos hay más de 56 millones de residentes de origen latinoamericano, el 17% de los habitantes del tercer país más poblado del planeta.

La reciente información sobre cómo el Covid-19 está afectando a estas comunidades, así como la que vaya surgiendo con el devenir, podrían ayudar en la distribución de los recursos en el enfrentamiento a la enfermedad. Es significativo que para muchos expertos en salud lo que está sucediendo no haya resultado extraño, debido a que el fenómeno, según se afirma, formaría parte de una “cadena histórica” que coloca a las minorías en un mayor nivel de riesgo.

Para Anthony Fauci, director del Instituto Nacional de Alergias y Enfermedades Infecciosas de Estados Unidos, existe en el país una “exacerbación de la disparidad de salud”. Por su parte, la catedrática Tyan Parker Domínguez, de la Universidad del Sur de California y una autoridad en temas de racismo, concluyó “No es una coincidencia que la salud de la población sea un espejo de las inequidades sociales”.

Allí donde la salud pública no abarcó a lo largo de los años y con la calidad necesaria a las familias más desprotegidas; donde los pobres no han podido asistir a una consulta médica por los altos costos o por temor a ser registrados, incluso detenidos en el caso de los migrantes indocumentados; donde la desatención acumuló una masa potencial de receptores, tiene caldo de cultivo la pandemia.

Por supuesto, a la hora de establecer niveles de culpabilidad el sistema político a cargo de los destinos de una nación tiene una responsabilidad determinante. No sólo se trata de las medidas tomadas o no con tiempo suficiente para enfrentar el impacto de la enfermedad, sino de las bases socioeconómicas y éticas que lo sustentan. Es que no debe haber pueblo pobre con gobierno rico.

La inversión de billones y trillones de dólares para evitar lo que pudo ser evitado, tiene un mérito devaluado. No hay certeza de cómo y cuándo se saldrá del laberinto, en un tenso clima que hace más difícil la espera: el miedo de lo que puede pasar sólo es comparable a la incertidumbre sobre el futuro inmediato y a más largo plazo. No hay nada más, no hay nada menos.