México

Ramón Córdoba, tan respetado como querido editor mexicano, muere a los 61 años en la CdMx

Carlos Fuentes lo escuchó. Era escritor y editor. Dedicó más de tres décadas a los libros. Millones de letras pasaron por los ojos de Ramón Córdoba. 

Ciudad de México, 20 de junio (SinEmbargo).– Escribir  es una de las formas de la felicidad, pero requiere de tres cosas: trabajar, trabajar y trabajar , decía Ramón Córdoba, “editor de los mil libros ”.

Él lo hacía: escribía y editaba. Leía a Elena Garro, a Stephen King y decenas de autores más. Lo hizo hasta el final. Su familia confirmó que Córdoba murió ayer en la Ciudad de México.

“En cualquier día de mi pasado o de mi futuro siempre hay las mismas luces, los mismos pájaros y la misma ira”. El último mensaje que compartió en redes sociales es ese: una línea escrita por Elena Garro.

Con pocas palabras se autodescribía Ramón. “Editor de Alfaguara, escritor y veterano de las Guerras Psíquicas”. Atrás había millones de letras que habían pasado por sus ojos.

“Aunque escribir es una de las formas de la felicidad, o debería serlo, practicar ese noble oficio suele exigir tres cosas: trabajo, trabajo y trabajo… y que, lejos de resultarles gozoso, hay a quienes tal empeño les cuesta sangre, sudor y lágrimas. ¿Por qué esto es así? La verdad, simple y llana, es que no lo sé. Hay tantas rutas hacia la escritura como caminos a Roma, y cada quien encuentra el suyo (o no)”, exponía.

El 16 de junio, tres días antes de perder la vida, Córdoba cumplió 61 años. Él mismo compartió una fotografía de su infancia en su cuenta de Twitter. Ahí, de blanco y negro, de saco y camisa, un pequeño Ramón sonreía.

A Ramón le parecían una maravilla los viejos boletos de camión, tranvía y trolebús. También le gustaban los memes. Era un gran lector. Un lector de origen humilde. Fue “compañero de cantinas” y “guía espiritual”.

Entre las figuras que editó se encuentran Carlos Fuentes Macías, autor de Aura,  y Ana Clavel, autora de Breve tratado del corazón .

“Era un gran amigo. Era muy solidario. Era un ser humano íntegro. Y no lo digo sólo porque tuvo la descortesía de irse sin despedirse. Es un editor al que conocí a finales del 99, tenía 20 años de conocerlo”, contó Ana Clavel.

“Al principio uno podía poner cierta distancia, pero muy pronto se pasaba por el detector de metales y te encontrabas con un ser cálido, respetuoso. No nada más era editor. Era un gran conocedor del oficio. Teníamos diálogos sobre cómo se podía leer un párrafo mejor. Tenía una gran relación con los autores que han pasado por Alfaguara”, detalló.

“Había jóvenes que no aceptaban los cambios o correcciones. En cambio don Carlos Fuentes era muy amable. Si Ramón le proponía algo, don Carlos lo escuchaba”, añadió.

“Fue mi editor. Era un tipazo. Siempre estaba tranquilo. Era un hombre muy, muy sabio. Siempre tenía algo que decirle a las personas. Evidentemente era un gran, gran lector”, describió Jorge Alberto Gudiño, escritor mexicano.

“Murió Ramón Córdoba. Rasposo como papel de libro viejo, suave como barniz del cuché. Me editó las 4 novelas que tengo en Alfaguara. Editó a muchos, por años. Ahora no está”, escribió Alejandro Páez Varela.

“Me contó sus aventuras por las imprentas del Centro Histórico. Hablamos de la estopa, las ramas sucias y las ramas limpias; la madera dura de las prensas directas; los tipos con y sin patines, y de algo que pocos conocen (solo un impresor, o el hijo –yo– de un impresor): el fantasma que se hace sobre ciertos libros por un efecto del solvente en la tinta, la humedad en el papel y la presión de la prensa. Hablamos de eso, y de autores. Buen viaje, querido Ramón. Nos vemos pronto”, relató.

El estilo de trabajo de Córdoba cambiaba con cada uno de los autores, dependía de cómo ellos actuaran frente a la crítica. Los escritores le mandaban los textos y él devolvía comentarios. Siempre eran comentarios orientados a mejorar.

“La edición es como el trabajo doméstico: sólo se nota cuando no se hace”, decía él. “Ramón sabía cuando un libro era bueno o malo. Era un cabrón”, dicen de él.

Ramón murió en la Ciudad de México, la que siempre fue su casa. Fueron más de tres décadas las que entregó a los libros.