Chavita, nunca la vas a hacer contiene la historia de un migrante mexicano. Aquí el texto íntegro.
Ciudad de México, 21 de junio (Rostros en la oscuridad/SinEmbargo).– Vivíamos en Guadalajara . Yo era el segundo de nuevo hijos —ocho para ese entonces—. Tenía 21 años , no tenía trabajo. Por falta de educación era difícil encontrar algo. Solo llegué al quinto grado .
Mi papá todo el tiempo decía que no la iba a hacer. Reiteraba que si me dejaba en algún pueblo me moriría de hambre porque no sabía hacer nada.
Hice el intento de entrar a trabajar al ayuntamiento, y porque no terminé la escuela, no me contrataron. En ese momento, cuando no podía encontrar trabajo, decidí probar suerte e ir a los Estados Unidos. Mi hermano ya estaba allá, pero él no sabía que iría. Nos fuimos dos primos y yo.
Durante el tiempo que estuvimos en San Luis Río Colorado —no dijeron que ahí era más fácil cruzar—, se nos terminó el dinero que traíamos. Yo llevaba unas botas a las que, ya pensando en el viaje, les mandé a poner media suela. Solo tenía lo que traía puesto.
En San Luis, el dueño de un puesto de tacos escuchó que ya no traíamos dinero. Yo les decía a mis primos que le pediría dinero a mi hermano y que en cuanto lo mandara seguiríamos el camino. El viejito dijo: “Ya los he escuchado, les voy a dar comida y me pagan cuando tu hermano te mande dinero”. No quisimos aprovecharnos y solo pedimos comida para matar el hambre. Para ese entonces ya llevábamos como dos días sin comer. Cuando mi hermano mandó algo, le pagamos al señor.
La tirada era llegar a Estados Unidos, por eso ahí no buscamos trabajo. Pero conocimos a Armando, que era encargado del hotel donde nos quedamos, y le ayudamos a hacer un cuartito en su casa y nos dio de comer. Luego decidimos irnos para Tijuana. Llegamos a la casa de un amigo de mi primo y nos dio albergue, para entonces ya eran dos semanas desde que salimos de Guadalajara.
Mi primo el mayor se salió de la casa y no nos dimos cuenta para dónde jaló. A los dos días llegó la tía de mi otro primo para llevárselo, y él solo me dijo:
—Ahí nos miramos, gordo.
Armando le pregunto a la tía.
—¿Y qué con el otro muchacho? —refiriéndose a mí; ella contestó.
—Que haga su luchita; si no, que me busque.
Pero no dejó dirección ni nada, yo no sabía ni su nombre. Como estaba acostado, me levanté, arreglé las cosas y le dije al amigo:
—Ya me voy, me regreso a San Luis.
—¿Cómo que te vas a ir? ¿Con qué?
—De raite, me voy a la carretera principal y de ahí pido raite.
Y que me va dando una feria como de dos dólares para comprar el pasaje, que costaba uno y cacho.
Llegué al mismo barrio en el que estuvimos antes. Empecé a pasar hambres, no tenía a quien recurrir. Duré cuatro días sin comer. Durante ese tiempo traté de buscar trabajo.
A mis botas se les desgastó la media suela y la camisa ya estaba muy sucia y deteriorada. Nadie me quería dar trabajo por lo mugroso que andaba. Después, las botas ya no sirvieron y andaba con los pies a raíz.
Básicamente era un pordiosero, pues para entonces ya había pasado como un mes. Rondaba el hotel donde nos hospedamos cuando llegamos, y platicando con Armando, me dijo:
—¿Por qué no le pides al dueño del billar que te dé chanza de dormir arriba en la azotea?, si te agarra la policía te va a echar al bote.
—Ya me da lo mismo, me estoy muriendo de hambre y a lo mejor en el bote me pueden dar comida, —contesté.
Pero le hice caso y le pedí permiso al dueño del billar y me dio chanza de dormir en la azotea. El techo eran las estrellas. Le pedí mucho a Dios que me ayudara, que me diera la oportunidad de encontrar un trabajo “limpio”.
Un día, encontré a un muchacho que me dijo que yo me moría de hambre porque quería, y me enseñó su cartera llena de billetes de 100 dólares y miles de pesos. Le contesté: “Si me voy pá el otro lado trabajaré en algo limpio. No necesito andar en drogas”.
“¿Te vas a regresar y le vas a dar gusto a tu papá?”
Pasaban los días, y yo sin probar bocado. Le comenté a Armando: “Yo creo que me voy a tener que regresar a mi tierra porque me estoy muriendo de hambre”. Tenía tres o cuatro días sin comer. El amigo me dijo: “¿Te vas a regresar y le vas a dar gusto a tu papá? ¡Después, no te la vas a acabar!”.
Conocí a otros dos muchachos que eran primos y que también con el fin de trabajar en Estados Unidos. Me preguntaron si tenía el ánimo de irme con ellos a “valor mexicano”, sin coyote y sin nada… y cruzamos sin saber a dónde íbamos.
Uno de ellos, en el transcurso de la noche se perdió; y el otro y yo seguimos adelante. Tuvimos que pasar el desierto de San Luis hacia Yuma, Arizona. Llevábamos más de cuatro días sin comer, sólo limones con todo y cáscara.
Al llegar a la orilla de Yuma nos detuvimos a tomar agua del río, pero en eso llegó la migra y nos echó de regreso. Cuando llegamos a San Luis, encontramos al muchacho que se había perdido.
Para entonces, perdí la cuenta de cuándo salí de mi casa, ya eran cuatro o cinco meses. Otra vez a pasar días sin comer. Después le hablé a mi hermano y le pedí prestado dinero para la pasada. Cobraban 300 dólares por cruzarme. Le hicimos el intento y pasé.
Llegué A Estados Unidos, pero me sacaron otras cinco veces. En una de esas, regresé a la casa y mi papá le decía a la gente que yo me moría de hambre y no le pedía ayuda. Un amigo de Guadalajara dijo que le platicara a su hijo la experiencia de pasar a Estados Unidos, para que viera cómo se sufre y para que no anduviera en drogas.
En otra de las veces que crucé, fui a Tijuana, porque los primos que conocí en San Luis aseguraron que me iban a pasar con coyote. Pasamos y vivimos juntos en Tarzana, California. Esa vez trabajé de velador en un hospital.
En otro momento, se vino mi hermano menor conmigo, y nos separaron cuando nos agarró migración. Me llevaron a un lugar fuera de Yuma, a campo abierto, y uno de los policías me golpeó para que le dijera a quién le íbamos a pagar por la posada.
Cada que preguntaba era un golpe en el hombro con una macana. Fueron varias veces hasta que el otro oficial le ordenó: “Vámonos, este pinche mexican no va a hablar”. Me reunieron con mi hermano en la celda y al día siguiente nos echaron para San Luis.
En otra ocasión, unos conocidos me dijeron que ellos me pasarían. Lo hicieron con un carro, para cruzarme y ya de este lado me dejaron en una huerta. Dijeron que luego venían por mí, porque iban a una fiesta. Esperé toda la noche y nunca llegaron. Al día siguiente, salí de Estados Unidos y regresé a México porque no sabía para dónde jalar y no traía dinero.
Después, cuando volví al otro lado, visité a los conocidos y les reclamé que me hubieran dejado. Respondieron que en la fiesta se les pasaron las copas y se olvidaron que tenían que pasar a levantarme.
Cuando al fin pude quedarme en Estados Unidos trabajé de lavaplatos, limpiando pisos, en la construcción. Luego agarré un trabajo de limpieza de oficinas y con ese mismo patrón manejé un camión recogedor de basura; terminé pintando las calles de la ciudad. En 1976 me casé. Recibí mucho apoyo de mi esposa, con quien llevo 41 años de matrimonio. Actualmente los dos estamos pensionados.
Gracias a Dios, al granito de arena de unos y el sufrimiento de otros, toda la familia, excepto dos sobrinos, tuve la oportunidad de emigrar a los Estados Unidos, incluyendo a mi padre. Después de todo el sufrimiento, le pude demostrar que no acabé en las calles como él me lo gritaba.