CIUDAD DE MEXICO, 22 de julio.- Cada mañana a las 9.00 los nervios y el hartazgo hacen fila frente a Versalles número 43, en la Ciudad de México. Allí la venezolana Leidy Gutiérrez, de 25 años, tiene cita para saber si le han concedido el asilo. Lleva un año de trámites, un año de visitas quincenales a la Comisión de Ayuda a Refugiados (Comar). “Si me dicen que no, apelaré”, asegura. “Lo peor es la espera, la incertidumbre”. “El proceso es largo y tedioso pero ya estamos acostumbrados a aguantar el viacrucis”, señala José Luis Machado, caraqueño de 50 años apodado El Cónsul, que regala consejos y vende arepas de carne para calmar los nervios de los que esperan. Gutiérrez y Machado son el último eslabón de un sistema de asilo mexicano desbordado, cuya crisis puede agravar el anunciado endurecimiento de la política de refugio de Estados Unidos (EE.UU.).
Las medidas difundidas la semana pasada por la Administración Trump exigen a los migrantes haber iniciado trámites y haber sido rechazados en otro país antes de poder optar al refugio en EE.UU. Aunque es posible que sean impugnadas por contravenir las normas internacionales, las nuevas restricciones pueden incrementar de manera significativa la carga de trabajo de la Comar, al borde del colapso por el drástico incremento de solicitudes en los primeros seis meses -más del triple que en el mismo periodo de 2018-. “Nos preocupa mucho”, reconoce su titular, Andrés Ramírez. “Sería como poner una mancha más al tigre”.
Un día después de la visita del jefe de la diplomacia estadounidense, Mike Pompeo, su homólogo mexicano, Marcelo Ebrard, ha insistido este lunes que México rechaza ser considerado tercer país seguro y que va a mantener la misma política de asilo, independientemente de las nuevas normas. Pero la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) y varios expertos en migración han advertido de las inconsistencias entre discurso y realidad. “Si las normas entran en vigor, van a poner a México en una situación aún más muy complicada”, asegura la investigadora de The New School de Nueva York, Alexandra Delano. “Dice Ebrard que México va a seguir siendo un país abierto al asilo, pero ¿dónde están los recursos?”.
El sistema se enfrenta a una ecuación insostenible: más migrantes y menos dinero. Las solicitudes se han triplicado, pero la política de austeridad impulsada por el Gobierno de Andrés Manuel López Obrador ha reducido el presupuesto de la Comar, dependiente de la Secretaría de Gobernación (Ministerio de Interior), a poco más de un millón de dólares en 2019. Los expertos consultados y las propias autoridades sostienen que se necesitaría un presupuesto de cuatro a seis veces mayor para responder en los plazos correspondientes. La ley dicta 45 días -con una posibilidad de prórroga-, pero los trámites pueden llegar a demorarse más de dos años. De las 50.000 solicitudes pendientes, alrededor de dos terceras partes arrastran retrasos. “Hacemos lo que podemos con lo que tenemos”, justifica Ramírez. “Nadie está obligado a lo imposible”.
Ante la perspectiva del colapso, la agencia de la ONU para los refugiados ha lanzado un salvavidas a la Comar. ACNUR paga los sueldos de casi la mitad de sus dos centenares de empleados. “Nos permite sobrevivir”, dice Ramírez. Sin embargo, este apoyo no soluciona el cuello de botella de fondo: la falta de abogados de “estructura”, los únicos que la ley faculta para entrevistar y firmar resoluciones. La oficina de la Comar en Ciudad de México tiene cinco abogados para gestionar más de 4.000 casos y la de Tapachula, en la frontera con Guatemala, apenas nueve para casi 10.000.
Durante la espera, la vida del solicitante es una jaula. No puede moverse del Estado donde hizo la petición. Como la mayoría de migrantes entra a México desde Guatemala, el campo de búsqueda de empleo se limita a Chiapas, el Estado más pobre del país. “En Ciudad de México aún tienes posibilidad de encontrar trabajo, pero en el sur no la hay y si te mueves dan el trámite por abandonado”, explica la directora de la ONG Sin Fronteras, Ana Saiz.
La falta de apoyo para encontrar trabajo y los retrasos en los trámites hacen que algunos migrantes desistan y emprendan la ruta hacia EE UU. Aryanis, hondureña de 29 años y víctima de violencia de género que prefiere resguardar su identidad por seguridad, se plantea esa opción pese al endurecimiento de la política migratoria estadounidense. En marzo cruzó el río Suchiate en bote para huir de las pandillas y pedir el asilo en México. Cuatro meses después, ya siente el peso de la espera. Vive en un albergue con sus dos hijas y no sale a buscar trabajo porque tiene miedo de dejarlas solas. “Te quedas sin dinero, pasas días sin comer y no tienes a quién pedirle prestado. Estás solo”, relata. “Viendo que las autoridades no resuelven, voy a tener que arriesgarme a cruzar”.
La Secretaría de Hacienda, asegura la Comar, se ha comprometido a abrir el grifo de recursos, pero todavía no hay información de cuándo y cuánto alivio podría llegar. Tampoco si será suficiente. Delano, de The New School, se muestra escéptica. “La atención que el Gobierno mexicano da al sistema de asilo es siempre en respuesta a EE UU”, dice. “Urge una política integral, independientemente de lo que haga Trump”. Las autoridades prevén que el número de solicitudes en 2019 sea tres veces mayor que en 2018 y, en ese contexto, las nuevas normas de Trump son un ingrediente más en una tormenta perfecta. “Se tiene que poner una veladora”, dice Ramírez, de la Comar, “y esperar que los tribunales en EE UU juzguen que son ilegales”.
(EL PAIS)