TAPACHULA, Chiapas, 3 de enero (Notimex).- Entre una luz mortecina sus figuras son difusas, beben cerveza barata dentro de un bar improvisado en lo pareciera ser una vieja bodega; sus palabras se pierden entre el acordeón de un Celso Piña que se resiste a morir ante ese aire viciado por el humo del cigarrillo.
Todos parecen estar ahí por diversión, menos ellas. Sus siluetas andan de un lado a otro luciendo sus vestidos entallados, sus shorts diminutos y ceñidos.
Desde afuera nadie prestaría atención a aquel lugar si no fuera por la música que surge a través de sus puertas de madera derruidas de uno de los llamados “botaneros” que hay en Tapachula, en Chiapas, pero que en realidad fungen como prostíbulos donde mujeres de Centroamérica, Cuba u otros lugares han encontrado una opción para ganar dinero mientras pasan por México.
Al entrar las miradas distinguen a quien no es de por ahí, sus ojos los vigilan, los siguen hasta su mesa, como si aquellos seres extraños rompieran la rutina del lugar, el ir y venir de las muchachas coqueteando entre las mesas llenas de hombres que entre trago y trago sonríen a la decena de Magdalenas pidiendo tragos, sumando botellas vacías a las mesas, bajo una luz que apenas ilumina el lugar.
De entre las sombras su silueta se destaca, su rostro refleja uno veintitantos años, su pequeño short y escote atrae las miradas de los hombres de las mesas, ella coquetea desde su silla en un extremo junto a sus demás compañeras. La tarifa para sentarse con alguien es barata, una cerveza de 100 pesos es suficiente para su compañía.
“Hola”, y dice su nombre sonriendo. A través de sus ojos hay algo de ternura, cierta delicadeza o galantería que la hace diferente de las demás; hace un ademán al mesero para que le traiga una cerveza y al fin se sienta; “tú no eres de por aquí verdad, nunca te había visto”.
En su voz se distingue aquel acento caribeño tan particular. Tras un par de tragos empieza a tener más confianza, pide un cigarrillo y empieza a hablar de ella, del pasado, de la isla de donde escapó hace un par de meses en busca de nuevas oportunidades.
-Allá está mi hijo, está con mi madre, tiene cinco años y en cuanto pueda voy a traerlo, aquí estoy con mi papá, rentamos en el centro de Tapachula, es una ciudad bonita, estoy a gusto, pero no quiero quedarme aquí, dicen que en Mérida hay mucho trabajo, pero también tengo ganas de ir a la Ciudad de México, dicen que es enorme-.
Hace dos meses que llegó a México y desde hace poco trabaja en ese “botanero”, dice que es seguro, que tienen cámaras y hasta ahora no ha pasado nada, que la gente es amable, aunque sus compañeras no son sus amigas, porque no saben ni dónde vive, ni dada de ella, solo que busca trabajar.
-Yo no puedo tener una carrera, un doctorado, pero tengo educación, decir buenos días, buenas tardes, esas cosas que se quedan e importan, que esté aquí no quiere decir que la pierda, esas cosas no se olvidan, cualquier cosa que quieras dímelo a mí y yo te lo consigo, voy por la barra y te lo traigo-.
La cubana cuenta que le dan una comisión por cada cerveza que vende, las de los clientes cuestan 25, las de las chicas 100. En ningún momento deja de coquetear, lo hace sutilmente, sin decir de qué se trata el siguiente paso, sin decir el verdadero negocio del lugar.
En la otra mesa un hombre de más de 40 años coquetea con otra mujer morena, sus voces se pierden entre un José Alfredo Jiménez dolido por el alcohol y las penas. Charlan, de vez en cuando pareciera el encuentro de dos viejos conocidos que una noche de viernes se reencuentran, piden otra copa, hasta que llega la hora de pagar.
La muchacha hace un par de ademanes a alguien a distancia, se levanta y se dirige al otro lado del “botanero”, desde la mesa el hombre espera dando vuelta al último trago de cerveza y cuando ella llega sonríe, la mujer toma su bolso de una silla y sin decir nada salen del lugar agarrados de la mano, dejando atrás ese lugar llamado La Villa de Zapata.
Según el coordinador del Centro de Dignificación Humana, Luis Rey García Villagrán, en Tapachula existen al menos 15 zona de tolerancia, hay cantinas donde fichan las muchachas, entre cantinas, botaneros o tabledance.
El especialista cuenta a Notimex que la migración que llega a la ciudad fronteriza se ha incorporado a las únicas fuentes de trabajo que pueden hacerlo, ya que una mujer puede ganar entre 500 o 600 pesos diarios en tres o cuatro noches por semana.
Sin embargo, García Villagrán señala que al estar dentro de este ambiente las vuelve más vulnerables a las adicciones, ya que muchas son adictas a las drogas o presentan problemas de alcoholismo, porque entre más toman con los clientes más ganan cada noche.