Jorge Canto Alcocer
Han pasado varios días de la refriega en Culiacán en torno a la detención de uno de los hijos del “Chapo” Guzmán, y a cada momento surgen nuevas y contradictorias versiones de los hechos. Es muy probable que esta situación continúe por un buen tiempo, con el flujo de información moviéndose en direcciones divergentes, sin que el gobierno federal establezca una versión única, y sin que tampoco las diferentes fuentes –los propios narcos, informantes internos y externos “hablando en condición de anonimato”, políticos interesados, comunicadores de todos los colores e intereses– proporcionen una explicación congruente. Pero lo que cada día queda más claro es que lo que podríamos llamar “el problema Culiacán” es sólo uno más de los muchos escenarios tenebrosos creados por lo que nuestro Por Esto! ha llamado, desde sus inicios, la “guerra estúpida”, una estrategia impuesta por Washington a los países latinoamericanos para, con el pretexto de combatir al crimen organizado, garantizar la hegemonía internacional del imperio norteamericano, así como la continuidad del orden neoliberal.
Aunque en México fue Felipe Calderón quien declaró mediáticamente la guerra en diciembre de 2006, lo cierto es que la estrategia de “war on drugs” fue lanzada en Estados Unidos desde los tiempos de Richard Nixon, y desde aquella época fue vista como un complemento de la “guerra fría”, es decir, una manera de presionar a los diversos países del planeta, pero en especial a las naciones aliadas, para alinearse a los deseos e intereses de Washington. El establecimiento de las drásticas y ruinosas políticas económicas neoliberales fue otro de los mecanismos en los que se comenzó a amparar el statu quo en aquel mundo de principios de la década de 1970, cuando el paranoico y corrupto Nixon sintió que su imperio se le desmoronaba tras la derrota en Vietnam, el triunfo de la Unidad Popular en Chile, la consolidación de Cuba como país socialista y los avances tecnológicos y hasta deportivos de la Unión Soviética y del socialismo real europeo.
Desde entonces, el asunto de la droga ha sido un tema fundamental para el control político, económico y militar norteamericano, particularmente en América. Así, los gobiernos que se someten sumisamente a las directivas de Washington en la materia reciben calificaciones positivas, premios y apoyos; en tanto que aquellos que deciden establecer políticas autónomas, sin la supervisión imperial, rápidamente son considerados como “sospechosos”, llegando el caso de ser señalados directamente como “narcoestados”, como ha ocurrido con Venezuela, sin que para ello se aporten más pruebas que los dichos de la DEA y las declaraciones políticas de funcionarios norteamericanos. Auténticos políticos narcotraficantes, como el colombiano Alvaro Uribe, incluso recibieron condecoraciones y todo tipo de honores, en tanto que líderes populares, como el difunto Hugo Chávez o Nicolás Maduro, han enfrentado aparatosas campañas mediáticas que los tildan, sin fundamento, de aliados e incluso cabecillas del crimen organizado.
A lo largo de sus campañas presidenciales, y con mayor vigor desde su elección como presidente de la república, Andrés Manuel López Obrador se comprometió a acabar con la “guerra estúpida”. Y, efectivamente, desde los meses previos a su toma de posesión, y durante los once meses en el poder, ha buscado afanosamente desmantelar la estrategia belicista y, por ende, alcanzar la autonomía de los mandatos de Washington en el tema, sin un rompimiento radical. Los militares siguen en las calles, y su paulatina sustitución por una Guardia Nacional, que en principio es un cuerpo militarizado, avanza lentamente. Estrategias de contexto frente al tema, pero que son centrales en su plataforma, como los programas de empleo juvenil, las becas y el impulso al desarrollo local, van mucho más avanzadas, aunque por su carácter estructural los resultados sólo se verán a mediano plazo. La situación iba, pues, avanzando gradualmente, pero con firmeza, hasta este 17 de octubre.
No sabemos con exactitud qué ocurrió en Culiacán, probablemente no lo sepamos nunca, porque ello es en realidad un complejo rompecabezas. Pero lo cierto es que Andrés Manuel dio varios pases adelante en su decisión de parar la “guerra estúpida”: desafió crudamente la política de exterminio, defendió con valor la prioridad de la vida humana, salió bien librado políticamente del conflicto –incluso los medios conservadores han tenido que reconocer que la mayoría de la población mexicana lo respalda, en tanto que en Sinaloa ya pretenden su canonización– e incluso se dio el lujo de poner el dedo en la llaga –a través del canciller Ebrard– sobre el asunto siempre evitado por Washington del tráfico de armas. El propio Trump se sintió obligado a respaldar las acciones mexicanas, aunque los Halcones –en la clásica “condición de anonimato”– arremetieron y continúan arremetiendo contra él. AMLO, pues, ha refrendado el compromiso de la transformación, y ha probado, más allá de cualquier duda, que dicha transformación pasa por una verdadera declaración de independencia después de más de 40 años de escandalosa, trágica y perversa sumisión a los intereses de nuestros enemigos.