Opinión

Cien días de desastre… en la Oposición

Jorge Javier Romero Vadillo

Esta semana, por todos lados se pueden leer, escuchar y ver balances sobre los primeros cien días del Gobierno de López Obrador con diferentes focos y sesgos. El Presidente ha mantenido en los poco más de tres meses que lleva en el poder la atención permanente de los medios de comunicación convencionales y de las nuevas formas de difusión a través de las redes sociales. En estos días ha sido la voz del gran líder la que sobresale incluso en medio de la cacofonía provocada por el enfrentamiento entre acólitos, detractores y séquitos robóticos de cada bando.

En un discurso con el tono admonitorio acostumbrado, el Presidente se loó a sí mismo desde Palacio Nacional, en un acto que sólo se diferenció de sus cotidianas homilías matinales, en las que reparte condenas y expide indulgencias, por la solemnidad de la escenografía y el número de asistentes. Su “informe” fue una síntesis apretada de lo que todos los días espeta ante unos periodistas en su mayoría insulsos e incapaces, a los que trata con su proverbial marrullería. No en balde López Obrador es un mago de la comunicación política, en un país donde lo que predomina es la falta de comprensión del lenguaje, donde las frases hechas y los refranes son las formas más complejas de transmisión de las ideas.

Sin embargo, entre la abrumadora avalancha de opiniones sobre el Gobierno, apenas si ha aparecido por ahí algún análisis sobre el papel que ha jugado la oposición, si es que se le puede llamar así al desarticulado conjunto de diputados, senadores, gobernadores y legisladores locales que no pertenecen, al menos formalmente, a la coalición presidencial.

En el Congreso de la Unión, la coalición mayoritaria tiene un peso abrumador, pero no porque refleje directamente la voluntad de los electores, como dicen por ahí algunos corifeos que afirman que 30 millones votaron porque el Presidente no tuviera oposición. El voto diferenciado fue de alrededor de diez puntos porcentuales y fueron las reglas de sobrerrepresentación, diseñadas en su día para favorecer al PRI, y las truculentas artes de compra de diputados de partidillos venales –surgidos al amparo de una legislación que favorece a los grupos clientelares, pero impide la irrupción de organizaciones auténticamente ciudadanas–, las que acabaron por construir la mayoría absoluta en ambas cámaras, aunque no la calificada.

El hecho es que las reglas distributivas y las truculencias de la política a la mexicana redujeron a su mínima expresión a los partidos derrotados, pero resulta sorprendente que éstos, en lugar de emprender un proceso de recomposición, con la necesaria autocrítica, que debería implicar renovación generacional de sus dirigencias, parecen conducirse al suicidio, a una irrelevancia provocada por ellos mismos, pues en lugar de usar los recursos que les quedaron –que no son pocos, pues cuentan con la llave para las reformas constitucionales y para los nombramientos de Estado–, se muestran aturullados y complacientes, dispuestos a concederle todo al Presidente, aun cuando ello ponga en riesgo su propio futuro electoral, pues al paso que van los electores los considerarán inútiles en las siguientes elecciones.

Lo ocurrido el martes con el nombramiento de la Ministra de la Suprema Corte de Justicia fue un espectáculo propio del teatro del absurdo, sobre todo desde el supuesto flanco izquierdo del espectro partidario. El PRD terminó de mostrar que no es más que un cadáver insepulto, un zombi que deambula movido solo inercialmente, sin voluntad alguna, ya sin el hálito vital que permitiría su recomposición. Pero la manera en la que Movimiento Ciudadano rindió la plaza es una clara expresión de incongruencia entre sus proclamas declarativas, en las que se pretende el germen de una opción socialdemócrata, y su actuación acomodaticia y politiquera, que llevó a la mayoría de sus senadores a votar por una jueza constitucional opuesta a los valores que el programa del partido dice defender y con claros conflictos de interés.

En las elecciones pasadas voté por Movimiento Ciudadano, sobre todo porque postuló a Patricia Mercado como primera de su lista al Senado de la República. Llevó también entre sus candidatas a una activista y luchadora por el entorno urbano y los derechos de las mujeres, Indira Kempis, a Martha Tagle, una extraordinaria legisladora con experiencia y que ha demostrado una y otra vez su vocación de auténtica representante de las causas de la sociedad civil progresista, y a un grupo de jóvenes que podrían convertirse en un refresco para la política mexicana, pero su desempeño legislativo ha sido, la más de las veces, decepcionante. Si bien sus legisladores independientes han mostrado autonomía de criterio y han dado batallas personales, la actitud general de sus bancadas parlamentarias se ha mostrado lastrada por los vicios de una dirección que no puede dejar atrás su origen en el antiguo régimen y sus reflejos típicos de una astucia de cortas miras.

El PAN, por su parte, carece de liderazgo y no ha sabido procesar el golpe electoral, a pesar de ser el mayor partido de la oposición. Desarticulado y perplejo, también parece caminar hacia la descomposición. El PRI, especialista en marrullerías y negociaciones de favores mutuos, se acomoda en buena parte guiado por su presidencialismo congénito, que le impide oponerse de manera contundente a los designios del señor del gran poder.

Cotidianamente el Presidente de la República da señales de su intención de centralizar todo el poder y toda la capacidad distributiva del Estado. Es hostil en los dichos y en sus iniciativas contra los órganos que pueden servir de contrapeso. Su visión de la democracia es la de la voluntad general encarnada en su persona, no la de un régimen representativo de poder desconcentrado. Sus propuestas de nombramientos para los órganos autónomos y para la Suprema Corte –lo mismo que sus iniciativas de reformas constitucionales– tienen la clara intención de dotarlo legalmente de unas facultades solo equiparables a las que de manera informal o “metaconstitucional” acumulaban los presidentes del antiguo régimen. Frente a esto, la oposición se muestra incapaz de jugar el papel que le debiera corresponder en la salvaguardia del orden constitucional construido gradualmente en las últimas dos décadas con la participación de los mismos partidos que ahora se muestran claudicantes y suicidas.

(SIN EMBARGO.MX)