Uuc-kib Espadas Ancona
Cuando, la mañana del lunes, la noticia del incendio de la catedral de Notre Dame me dejó pasmado, no alcanzaba yo a imaginar todo lo que el infausto evento permitiría ver de nuestra sociedad y sus enconos.
El fuego aún ardía cuando en las redes sociales, en medio de lamentos de todos los rincones del mundo, comenzaron a aparecer opiniones que variaban entre el festejo y el desprecio a lo que estaba ocurriendo. “No armaron tanto drama cuando ISIS acabó con estructuras de milenios de antigüedad en Siria o cuando los bombardeos de Estados Unidos en Irak destruyeron otras reliquias patrimonio de la humanidad”; “Esta es Siria bombardeada por los franceses hace dos años”; “La única iglesia que ilumina es la que arde”; “¡Qué belleza!”; “Dicen que es una pérdida irreparable para la humanidad, pero ¿acaso era un comedor de los pobres? ¿O era un refugio para los miles de personas que no tienen donde dormir? ¡Naaaaaa...!”; “¿Y por qué nadie dijo nada cuando se incendió el Bosque de la Primavera?”.
Más allá de la primera reacción de enojo ante estas opiniones, me parece que vale mucho la pena analizar lo que hace que una persona llegue a una conclusión semejante. Encuentro una profunda convicción de que todo es y debe ser visto como propiedad privada de alguien, y cuya conservación sólo beneficia a ese alguien. Así, Notre Dame es de los franceses o de los católicos. Por lo tanto, si no se es ni lo uno ni lo otro, su destrucción no es un problema, en el mejor de los casos, o es algo que festejar, pues al fin y al cabo Francia y la Iglesia están sintiendo en carne propia lo que le han hecho a otros. Esta perspectiva es ajena a la concepción de que existen patrimonios colectivos; bienes cuya existencia favorece a un conjunto más o menos amplio de personas. La biblioteca del salón de clases, las selvas de México, el patrimonio cultural de la humanidad son vistos así como objetos mostrencos. Propiedades que, demagógicamente, se dice que son de muchos, pero, como eso es absurdo, no son propiedad de nadie y pueden ser objeto de apropiación o abuso por quien tenga la habilidad para lograrlo. Así, podemos arrancar las páginas de los libros de las bibliotecas, pues como no tienen dueño no se afecta a nadie; talar selvas, porque como no son de nadie, quien se las apropia es muy astuto y no lastima a nadie; o festejar el incendio de Notre Dame, porque era una pertenencia de ricos y malos, como son Francia y la Iglesia Católica, y está muy bien que alguna vez sean ellos los que pierden. Hay también un elemento de reclamo por el previo desprecio a los propios dolores. La reactiva afirmación de “antes nadie dijo nada” no sólo revela una profunda ignorancia del debate del asunto de que se trate, pues siempre se ponen de ejemplo asuntos muy notables que invariablemente merecieron atención y críticas en el pasado, sino, sobre todo, un estado de ánimo con relación a las condiciones de convivencia social e internacional. Se trata de expresiones de desahogo ante estas condiciones, en virtud de diversos agravios más o menos fundados, y que no pasan por un tamiz racional. Son expresiones emotivas de dolores verdaderos, sean éstos o no fundados, que encuentran reivindicación en que los injustos los padezcan también.
Por supuesto, en nada contribuyeron a mejorar este clima de opinión las expresiones de dolor de distintos opinadores que insistieron a lo largo de la jornada en referirse al incendio como una catástrofe para los católicos, despreciando su impacto en el mundo de la cultura y en la humanidad en general. Sin duda, los fieles de esta religión tienen motivos propios para lamentar el siniestro aún más que otras personas. Entre estas razones destacan las numerosas reliquias, algunas notablemente falsas, que la catedral resguardaba; pero ni eso, ni aún el que efectivamente los objetos afectados fueran estrictamente de su propiedad, priva al resto de la humanidad de tener en ellos un patrimonio, en este caso arquitectónico, artístico e histórico.
Al día siguiente del hecho supimos que, pese a su gravedad, las pérdidas no fueron totales, como se llegó a temer. Sobrevivieron la estructura del edificio, sin que se sepa al momento de escribir estas líneas el grado exacto de su afectación, y algunas de las más importantes piezas artísticas albergadas en la iglesia. El fuego no se extendió a la totalidad de la construcción, gracias sin duda al gigantesco esfuerzo de los bomberos de París. Se trata, por cierto, de empleados de un gobierno laico donde los hay, a ninguno de los cuales se le interrogó sobre su religión para contratarlo y entre los que presumiblemente, como en toda la ciudad, hay una significativa proporción de ateos que ayer, como otros días, poniendo en riesgo sus vidas salvaron la de una iglesia. Una iglesia que es de todos, musulmanes, judíos, zoroastristas, ateos, indecisos y, sí, desde luego de sus dueños, los católicos.
Notre Dame no sucumbió, pero quedó gravemente herida. Reconstruirla, nos dice el presidente Macron, llevará cinco años. No decimos, pues, adiós, sino hasta luego, Señora.