Iván de la Nuez
En plena Bienal de Venecia de este año, un crucero descontrolado se empotró contra un muelle y sembró el pánico en una ciudad que lleva mucho tiempo al borde del precipicio ambiental y económico.
Barcelona, donde nadie parece escuchar las alarmas, ya es la ciudad europea más contaminada por estos monstruos náuticos.
Los cruceros son islas virtuales que atracan en otras islas más o menos reales. Continentes que desembarcan en continentes. Ciudades flotantes que se trasladan a ciudades más o menos concretas en los litorales.
Los cruceros representan una burbuja en medio del mar, un mundo cerrado donde no faltan jardines, cines, gimnasios, casinos, restaurantes, orquestas, avenidas, paseos, calles y todo tipo de instalaciones que reproducen la vida en tierra firme.
Los hay temáticos (dedicados al juego o la fiesta o al lujo) y el parque de sus naves es cada vez más desproporcionado. No es difícil que superen los trescientos metros de largo y puedan acoger más de tres mil personas por viaje.
Aunque supeditados a una mirada turística, los cruceros tienen su lugar en la cultura. En literatura, desde Agatha Christie en “Muerte en el Nilo” hasta David Foster Wallace en “Cosas supuestamente divertidas que nunca más volveré a hacer”, dejan alto el listón. Mientras, la conexión entre cruceros y teleseries se han convertido en un clásico de la cultura popular. Ahí tenemos desde la seminal “El crucero del amor” hasta la reciente “Altamar”. El cine de acción, por su parte, no se ha quedado atrás, algo que atestiguan desde “Yucatán” hasta “Asalto al Queen Mary” pasando por “Speed 2”.
Hay cruceros que se pasean por los museos (caso de Holanda) y hay cruceros que albergan en su interior subastas millonarias de cuadros. Cruceros para solteros y cruceros temáticos que reproducen, precisamente, series de televisión, con su plató, su set, sus directores y los clientes como actores y actrices.
Y hay, todavía, algo más inquietante: la dimensión política de los cruceros.
El acercamiento o alejamiento reciente entre Cuba y Estados Unidos no se entiende sin la llamada “política de cruceros”. Da igual si se trata de fortalecer el turismo o financiar el concierto de los Rolling Stones (con Obama) que si se trata del recrudecimiento de la Ley Helms-Burton (con Trump).
Cuando la Policía Nacional se desplegó en Barcelona para enfrentar el movimiento independentista, se alojó en un crucero. Su nombre era Moby Dada, aunque al final quedado identificado como “Piolín”, por el dibujo gigantesco del famoso pajarito que lo identificaba.
Si Ricardo Corazón de León lanzó las Cruzadas en el capitalismo incipiente, hoy se lanzan los cruceros en el capitalismo tardío. En ambos casos, hay una apuesta similar. Aunque los cruzados actuales no lleven espadas sino mojitos en las manos. Y aunque se sustituyan las dificultades del viaje por un confort que reproduce, en medio del mar, las mismas condiciones de los puntos de llegada y de partida.