Opinión

Volverán

No me voy a atrever a preguntar qué fue de las dos señoras que no pararon, en todo el año, de vender quesadillas en la calle frente a mi casa. Apenas si traían cubrebocas. A dale y dale con la masa y con la nariz descubierta. Junto a ellas se paraban montones de personas a diario, sin distancia suficiente, comiendo, platicando, pasándose por encima del hombro para tomar salsa. No voy a preguntar pero ya están otras dos señoras en su lugar. Temo que habrán enfermado. Paso cada algunos días, me entero. La camioneta que las traía (junto con guisados y comal) tiene placas del Estado de México. Ahora trae a otras; igual que las anteriores, en edad de jubilación.

La hermana de una periodista cercana murió. Murió el tío de una amiga. Una prima murió. Hay más casos cercanos de infectados. Y estamos pasando el tramo más difícil de la pandemia pero en la calle no veo demasiada preocupación. Algunos no traen cubrebocas. Veo gente platicando frente a frente, en la banqueta. Los veo feo; me ven peor. Junto a los que no traen mascarilla está un póster que pide usarlas, pero es como si el póster dijera en ruso: “Mañana, conferencia con Lenin”; o como si dijera: “Asiste al encuentro con extraterrestres”. Ni siquiera leen lo que dice el póster. Meses y meses pidiéndole a la gente que se quede en casa si no tiene que salir; que use caretas, que no respire sobre el otro. Siguen haciéndolo. El póster casi dice la fecha del último día de sus vidas y nadie lo atiende; podría decir de qué enfermedad morirán y no lo ven.

El sábado salí a comprar menudo para llevar. Había unas 20 personas en espera de una mesa; me alejé todo lo que pude. Me llamó la atención un grupo de cuatro adultos mayores. Descuidados; uno sin mascarilla, con careta de plástico. Estoy seguro que si se enferman –ojalá que no– necesitarían una cama de hospital. Pero ya no hay camas de hospital en la Ciudad de México. Ellos no parecen enterarse. Platican a 20 centímetros uno de otro. Esperaba mi menudo para llevar y veía la escena con horror. Si se enferman –ojalá no–, pensé, necesitarán respiradores. Pero no hay camas con respiradores. O hay muy pocas. Los sistemas de salud de México y del mundo están bajo presión, en un estrés brutal. Los cuatro adultos mayores sabrán de eso. Supongo. Pero actuaban como si la COVID fuera una enfermedad marciana; como si hubiera un brote raro de un virus raro en alguna provincia china rara, distante. Llegó su turno de entrar y pasaron sin cubrebocas a acomodarse en las mesas, dentro del local, junto a otros sin cubrebocas que hundían la cuchara despreocupados y platicaban al mismo tiempo. Pagué mi menudo y me fui, a paso veloz, y ya no porque me sintiera en riesgo sino porque a nadie le gusta ver gente que decide frente a uno de qué quiere morir.

Hace una semana vi que una mujer pataleó cuando le dijeron, a la entrada del súper, que sin tapabocas no. ¿De verdad no sabía o lo hacía por jodona? Fui a las tortillas; estaba en la cola y el que las empaquetaba cobraba con la misma mano con la que se acomodaba el cubrebocas, la mitad del tiempo mal puesto y la otra mitad sin cubrirle la nariz. Y hablaba. Se platicaba cosas con el de la masa. Reía la buena vida y silbaba una canción que ni borracho cantaré en toda mi existencia. Me fui. Caminé a la otra tortillería, donde, al menos, no cobran con la mano que empacan tortillas y no se acomodan el trapo sobre la zona donde anida el SARS-CoV-2: la nariz. ¿De verdad no han escuchado que deben cubrirse la nariz y usar caretas?

A veces creo que estoy exagerando. Veo la cantidad de muertos y de enfermos; reviso las instrucciones de la OMS sobre el uso de mascarilla, escucho a las autoridades y leo prensa. No, no parece que estoy exagerando. Releo los artículos sobre la niebla mental (de todos los males, el que más temo) que se queda sobre los “recuperados”: que no pueden hablar, o leer, o escribir. Yo de eso como: de hablar, leer y escribir. Me quedaría sin sustento si me enfermo y quedo con niebla mental. La muerte por COVID es terrible, es la peor: es dolorosa, muchas veces por asfixia. Pero es relativamente rápida; más rápida que un cáncer. Sobrevivir la COVID podría ser peor que morir de la COVID. Al menos en mi caso.

Puedo soportar la caída indolora de dientes que está apareciendo en los que enfermaron por marzo; o el cansancio crónico de los que salen con vida; o el vivir con daño en los pulmones, los riñones, el corazón. Pero niebla mental, qué cosa. No sé qué haría. Mi alegría está en hablar, leer y escribir. De eso como y de eso se alimenta mi alma. ¿Estoy exagerando cuando veo a cientos de suicidas en la calle, sin cubrebocas? ¿Exagero cuando entro al súper concentrado en la lista en mi celular para no permanecer ni un segundo más del que no debo entre anaqueles y personas? ¿Estoy exagerando? Cuando salgo y veo a tantos descuidados y hacinados y sin mascarillas ni caretas me digo: el raro soy yo. Luego pienso en la niebla mental y me digo: no, no, no. No quiero enfermar. ¿De qué viviré si me da niebla mental?

Antier pasábamos Dani y yo por el puesto de quesadillas. Le dije que no estaban las dos señoras que no pararon, en todo el año, de vender en la calle frente a mi casa. Apenas si traían cubrebocas. A dale y dale con la masa y con la nariz descubierta. Junto a ellas se paraban montones de personas a diario, sin distancia suficiente, comiendo, platicando, pasándose por encima del hombro para tomar salsa. No me guardo el rostro de tantos que comen allí. Imposible. Pero quizás muchos de ésos no volverán en un rato. Como las dos señoras, que no regresaron. Ojalá volvieran, sanas. Ojalá estén en casa, guardadas. Volverán; me repito: volverán. Una sola vez comí de sus quesadillas y no me gustaron, pero de puro contento comeré allí varias veces sólo para disfrutar verlas y verme respirar. Respirar aliviados, más adelante, cuando estemos vacunados.

Por Alejandro Páez Varela