Opinión

Reduccionismo extractivista

Ricardo Andrade Jardí

I

El consenso de Washington y el colonialismo cultural, que cruza el pensamiento crítico de grandes sectores sociales por toda nuestra América, han impuesto, con mayor o menor éxito, la percepción de que el desarrollo y el progreso están irremediablemente ligados a la urbanización del campo y el bienestar social sólo cabe en la explotación del trabajo asalariado. Parecería que estamos condenados a medir el éxito de nuestras naciones en función de cuánto cemento le arrojamos a la naturaleza y de cuántos empleos puede generar un proyecto. No importa qué tan explotadores sean esos empleos. Es decir: gobierno, academia y empresariado se han adiestrado en el consenso de Washington, ya sea en nuestras universidades públicas o en sus caras, nacionales o extranjeras, escuelas, para luego convencernos de que desarrollo sólo es uno y sólo es posible bajo los siniestros parámetros del capitalismo, ya sea neoliberal, o progresista, es decir, ya sea abiertamente de libre mercado o disfrazado de algo así como de bienestar social, al que algunas y algunos llegan a nombrar hasta socialista, pero eso sí: con una economía de libre mercado que compita en el concierto de las naciones progresistas, neoliberales, aunque cada mañana se pretenda decretar otra cosa.

Esta visión binaria, y por demás reduccionista de la realidad, ha logrado premiar en Latinoamérica una política de intervención disfrazada de desarrollo, diseñada desde la Casa Blanca (la de Washington, no la de la Gaviota) que a partir de los gobiernos neoliberales que se impusieron por la fuerza como en Chile, desde el golpe militar contra el legítimo gobierno de Salvador Allende, derrocado por el genocida ladrón Augusto Pinochet en 1973, o con los supuestos procesos democráticos que llevaron al poder a personajes como Carlos Menen en Argentina o los fraudes electorales que impusieron al chupacabras Salinas de Gortari en México. Gobiernos que se convirtieron en administradores del gran capital y fundamentalmente de los intereses geopolíticos del imperio yanqui, para acelerar el control territorial de los recursos naturales de nuestra América para ponerlos al servicio del imperio yanqui y su irracional modelo de consumo. Y luego de los saqueos neoliberales y ante los latentes estallidos se dio paso a los gobiernos “progresistas” para disfrazar el saqueo extractivista a partir de políticas sociales que parecen dar un respiro al infierno neoliberal. Lo triste es que con estos gobiernos y bajo el pretexto del desarrollo regional o local se desmovilizaron las oposiciones electorales ante el saqueo extractivista y se legalizaron la fractura hidráulica, los monocultivos transgénicos y el despojo a los pueblos originarios, para dar paso a los planes imperiales de reorganización territorial de las fronteras imperiales, llenar la selvas con “centros de desarrollo urbanos”, mega-proyectos energéticos que destruyen ecosistema y vida cultural, a diestra y siniestra, al tiempo que los corredores industriales se convierten en los muros de contención de las migraciones del hambre y se preparan los trenes para la movilidad interoceánicas del saqueo de mercancías.