Jorge Lara Rivera
Precisamente cuando la gente en Italia y España, en medio de la crisis, agradece y honra el profesionalismo de su personal médico exhibido estas horas cruciales para la humanidad, amenazada por doquier en el planeta, la noche del martes 17 de marzo ha tenido lugar algo insólito en la República Popular China.
La policía de Wuhan, provincia china epicentro de la pandemia del COVID-19, hizo públicas sus “solemnes disculpas” a los deudos de Li Wenliang por el mal trato que sus elementos le dispensaron en enero y asimismo dejaron “sin efecto” la sanción de “amonestación severa” que se le impuso con prevención de arresto junto a otros 7 doctores por “mentir en línea” y “alterando el orden público”. El joven médico, de 33 años, oftalmólogo, había advertido a sus colegas el último diciembre 30, vía internet, que tomaran precauciones y usar ropa especial para evitar contagio dado que por una paciente de glaucoma había detectado un nuevo brote del mortífero SARS (no supo que se trataba de coronavirus de otra cepa) proveniente del mercado de mariscos local. La respuesta de la autoridad fue citarlos y amonestarlos amenazándolos con cárcel si seguían hablando de eso. Cumpliendo su trabajo el médico se contagió y falleció a principios de febrero, causando indignación contra el gobierno entre sus connacionales.
La desazón provocada por las funestas consecuencias en el mundo entero de desoír su alerta oportuna se debe, en parte, a que el peligro –invisible– es desconocido, por tanto sin antídoto preciso y a que se puede incubar en los contagiados durante 14 días haciéndose notorios sus síntomas apenas cuando ya es demasiado tarde. Sólo unas semanas luego la pesadilla con ribetes apocalípticos dominó los noticiarios del mundo y atrapó a la gente por toda la Tierra. En ella seguimos.
Tres meses después de aquél punto de inflexión en el Hospital Central de Wuhan que obligó a la siempre discreta China a ofrecer información a la comunidad internacional, aislar a 50 millones de personas en 4 ciudades, construir 2 enormes hospitales en menos de 10 días y habilitar varios más, de campaña, la patria de Li Wenliang con cautela empieza a emerger triunfante y aplaude el desempeño de su personal sanitario, venido de todos los rincones del país para hacer frente a la crisis en la provincia en emergencia, y le da la bienvenida a su regreso a casa. Pero la borrasca arrasa ya a muchas otras naciones, grandes y pequeñas, ricas, poderosas y pobres, sobrepasando sus capacidades médicas y hospitalarias. La ONU, por voz de su Srio. Gral. António Guterres, ha avisado que el mundo “está en guerra con un virus”.
Y sin duda contra la velocidad que rige esta época y el tiempo para hallar una cura –ya hay algunas señales favorables en China misma, Cuba, Estados Unidos, Israel y países europeos, etc.– antes de que los estragos sean irreparables, como ya se avizora en la recesión de la economía mundial, asediada por conflictos adicionales tal las guerras –de precios del petróleo (entre Rusia y Arabia Saudita), la comercial (librada por Estados Unidos y China), y la arancelaria (que enfrenta a la Unión Europea con Estados Unidos)– y las tensiones en Oriente Medio por la carrera nuclear y el control de las rutas internacionales de suministro de energéticos.
Así, con casi 200 mil contagios en el mundo y 20 mil decesos, campean por igual el desaliento y el catastrofismo por un lado, y del otro, la esperanza sostenida con el mejor ánimo por científicos, médicos, enfermeras, gente común que se queda en casa y mensajes optimistas y jocosos en las redes, dejando aflorar lo más luminoso del ser humano en un momento crucial; pero también su mezquindad (como la despreciable negativa del Fondo Monetario Internacional a autorizar a Venezuela un préstamo de urgencia para que ese país lidie con la epidemia). Esta crisis que quisiéramos fuera sólo una pesadilla remite, inevitable, a películas más o menos recientes (‘Guerra Mundial Z’, ‘Ebola’, ‘La Cuarta Ola’, pero también ‘Día de la Independencia’, por ejemplo) y a libros como ‘Diario del año de la peste en Londres’ de Daniel DeFoe (el autor de ‘Robinson Crusoe’) y ‘La peste’ de Albert Camus.
Más allá de retorcidos rumores que siembran pánico y las teorías conspiracionistas, fobias y filias por Pekín y Washington, suscitables con ocasión de esta prueba terrible, en el fondo queda algo alentador: esta vez parece que todos (incluso la anacrónica realeza europea y hasta cientos de los voraces altos ejecutivos bancarios y financieros partícipes de su convención anual en Acapulco) estamos del mismo lado encarándola, así sea resistiendo en casa nuestro impulso gregario, y la irracionalidad egoísta del consumismo.