Opinión

José Díaz Cervera

A diferencia de muchos de los episodios pandémicos que ha vivido la humanidad, donde la marginalidad y la pobreza han sido el factor decisivo de la incubación y propagación de padecimientos infecto-contagiosos (recuérdese, por ejemplo, el cólera que azotó a la humanidad durante el siglo XIX y que “viajó” por el mundo en ferrocarril), lo que sucede hoy día resulta peculiar si consideramos que el llamado coronavirus fue exportado desde China al resto del orbe por vía aérea.

Especulando un poco en ese sentido, podemos considerar que, dado que un viaje transcontinental en jet no es algo que esté al alcance de la mayor parte de la población mundial, el Coronavirus –en tanto que pandemia– tiene un origen de clase por el que se pueden determinar algunas coordenadas sociológicas de la enfermedad y ello muy probablemente sea un factor determinante para el combate de la misma.

Hasta el momento de escribir estas notas, se registraban en nuestro país 316 casos de personas contagiadas, 19 de los cuales se ubican en Yucatán, siendo la Ciudad de México, Jalisco y Nuevo León las entidades con mayor número de casos, y Tlaxcala la que no ha registrado contagio alguno.

Si consideramos que en las tres entidades donde hay el mayor número de personas infectadas son también las que tienen la mayor densidad de concentraciones urbanas, entonces nos daremos cuenta que la epidemia tiene su centro neurálgico en las grandes ciudades y que su vector fundamental es el contacto humano directo o indirecto (a través de objetos de uso común).

Más allá de lo anterior, habrá que atender el asunto en el ámbito rural para saber lo que allí sucede, pero por lo que sabemos del virus parece poco probable su propagación en ciudades de baja densidad de población y menos aún en zonas lejanas de los centros urbanos en los que la cantidad de interacciones humanas es más bien reducida.

Otro dato interesante es que, a diferencia de lo que se ha visto en otras pandemias, el coronavirus ha contagiado a políticos de alto nivel y a personajes de raigambres sociales que no suelen ser carne de cañón de estos episodios epidémicos: gente con una sólida posición económica que ha importado el virus en algún viaje o que ha entrado en contacto con otros personajes afectados. Los ya cerca de 400 mil infectados a nivel mundial (y los más de 15 mil muertos), la mayoría de los cuales se ubican en países de muy alto nivel de desarrollo, son datos muy interesantes sobre todo si observamos que un país como Haití (probablemente el más pobre del continente americano) no ha registrado contagio alguno y que en Africa no parece haber una afectación masiva aún.

Más allá de las probables conclusiones que de ello podríamos derivar, la epidemia parece tener un origen y una incidencia de clase muy precisas. El brote se dio entre obreros chinos y el hacinamiento lo potenció hasta convertirlo en epidemia, pero su pandemización contó con el protagonismo de las clases medias altas y de una burguesía cosmopolita que ha podido florecer en medio de la globalización.

Como buena enfermedad burguesa, el coronavirus trae consigo también la exacerbación del individualismo, la xenofobia y aún hasta del sentido más espurio de la democratización cuando ésta se entiende como la colectivización de la catástrofe y la privatización del beneficio.

Como quiera, el coronavirus nos impuso sin más ni más la virtualidad como forma de vida efectiva y no como una posibilidad en un abanico de opciones. Más allá de esto, todo apunta al debilitamiento y al desahucio del Estado como esa noción prodigiosa por la que se verifica el desarrollo de lo que Hegel llamó “espíritu absoluto” y que el neo-liberalismo se encargó de desmantelar en los últimos treinta años.

Lo más relevante de la relación entre coronavirus y sociedad (al menos para los medios electrónicos) es la reacción de los mercados, y lo curioso es lo que la epidemia nos “dice” de la relación entre Estado y sociedad en un mundo globalizado donde el primero ha perdido mucha de su fuerza en aras de los intereses del capital. Los italianos y los españoles no atendieron las “razones de Estado” que había detrás de la suspensión de actividades; se fueron “de vacaciones”, actuaron con gran individualismo y ahora lo están pagando muy caro.