Ariel Juárez García
La Declaración Universal de los Derechos Humanos sigue siendo más un sueño que una realidad. Defensores de los derechos humanos están de acuerdo en que tras sesenta años después de su publicación, existen violaciones de estos derechos en todas partes del mundo.
Por ejemplo, en el Informe Mundial del 2009 de Amnistía Internacional y de otras fuentes muestra que a los individuos: a) se les tortura o se abusa de ellos en 81 países por lo menos; b) enfrentan juicios injustos en por lo menos 54 países; c) se les restringen sus libertades de expresión en por lo menos 77 países.
No sólo eso, sino que a mujeres y niños en particular se les margina de numerosas maneras, la prensa no es libre en muchos países y se calla a los disidentes, con demasiada frecuencia en forma permanente. Aunque se han logrado algunas ganancias en las últimas seis décadas, las violaciones de los derechos humanos siguen azotando a nuestro mundo actual.
En contraste con lo que se cita arriba, en el principio de su creación terrestre, Jehová Dios se propuso que los seres humanos se trataran unos a otros tal y como les gustaría ser tratados. Por la forma en que los creó, dio un excelente ejemplo de interés en el bienestar ajeno: “Dios procedió a crear al hombre a su imagen, a la imagen de Dios lo creó; macho y hembra los creó” (Ver Génesis 1:27). Estas palabras demuestran que Jehová en su gran amor dotó a los seres humanos de una conciencia que, bien educada, los impulsaría a mostrar a los demás el trato que ellos mismos querrían recibir.
Lamentablemente, hay mucha gente que sufre sin esperanza ni ayuda alguna ante los abusos de personas desconsideradas y egoístas… Es obvio que no basta con mostrar desinterés en sus problemas o ni siquiera pensar en perjudicar a los demás. Es necesario hacer lo que es bueno y provechoso en beneficio de ellos.
Hace casi dos mil años, en su famoso Sermón del Monte, Jesucristo pronunció la frase: “Todas las cosas que quieren que los hombres les hagan, también ustedes de igual manera tienen que hacérselas a ellos.” (Ver Evangelio de Mateo capítulo 7 versículo 12.) Aunque sencilla, esta frase ha suscitado muchos comentarios desde entonces; por ejemplo, se la ha llamado “la esencia de las Escrituras”, “la síntesis del deber del cristiano con su prójimo” y “el principio ético fundamental”. Es tan célebre, que a menudo se la denomina la Regla de Oro.
Después de decir que debemos tratar al prójimo como nos gustaría ser tratados, Jesucristo añadió: “Esto, de hecho, es lo que significan la Ley y los Profetas”. Cuando los seres humanos cumplimos esa regla de conducta, actuamos de acuerdo con el espíritu de “la Ley”, es decir, los escritos que constituyen los cinco primeros libros bíblicos (Desde Génesis hasta Deuteronomio). Estos libros revelaban el propósito divino de producir una descendencia que acabaría con el mal. Además, contenían el conjunto de normas que Dios había dado a Israel mediante Moisés en 1513 antes de nuestra era (Ver Génesis 3:15). Pues bien, algunas de esas normas estipulaban claramente cómo debían tratar los israelitas al prójimo: tenían que ser justos e imparciales y debían hacer el bien a los más desfavorecidos y a los residentes forasteros (Ver Levítico capítulo 19 versículos 9, 10, 15 y 34).
Hoy día, la esencia de estas palabras se ha expandido como una enseñanza universal. No está limitada en modo alguno al llamado mundo cristiano. Tanto el judaísmo como el budismo y la filosofía griega formularon esta máxima ética de muchas maneras.
En especial, entre los pobladores del Extremo Oriente, está un conocido proverbio muy difundido de Confucio, a quién se ha venerado en esa región como el más grande de los sabios y maestros. En las Analectas, el tercero de sus Cuatro Libros, encontramos tal pensamiento expresado tres veces. En dos ocasiones, Confucio respondió a las preguntas de sus alumnos con estas palabras:
“Lo que no deseamos que nos hagan, no lo hagamos a los demás”. En otra ocasión, cuando su discípulo Tsé-kung dijo vanagloriándose: “Lo que yo no deseo que los hombres me hagan, deseo igualmente no hacerlo a los demás hombres”, el maestro le dio esta aleccionadora respuesta: “Vos no habéis alcanzado todavía ese punto de perfección”.
Es fácil percibir que el aforismo –frase o sentencia breve y doctrinal– de Confucio es la versión negativa de lo que dijo Jesucristo tiempo después. Confucio enseñó: “Lo que no quieras para ti, no se lo hagas a otros”. Muchos aún creen que cumplen con su deber moral cuando sencillamente procuran no hacer daño a los demás
¿Qué clase de amor considera usted superior: el que evita que los demás le hagan daño, o el que les motiva a hacerle bien?
La clara diferencia estriba en que la Regla de Oro exige obras positivas, es decir, hacer el bien. En primer lugar, haríamos bien en preguntarnos: “Si yo estuviera en el lugar de la otra persona, ¿cómo me gustaría que me trataran?”. Y el segundo es, ¿actúo en armonía con eso para complacer a mi prójimo en lo que sea posible? (Ver 1 Corintios 10:24).
En tiempos modernos se llevó a cabo un estudio psicológico en los Estados Unidos para aplicar la Regla de Oro y corroborar si la gente se sentiría mejor. Las 1,700 personas que se sometieron a ese estudio informaron que el ayudar a otros les impartió calma y les alivió desórdenes relacionados con la tensión como los dolores de cabeza y la pérdida de la voz. El informe concluye así: “Por eso, parece que el interesarnos en otros es parte tan integrante de la naturaleza humana como el interesarnos en nosotros mismos”.
Lamentablemente, la sociedad tecnológica de nuestros días es egocéntrica. Pocas personas piensan en los demás cuando está en juego su propia comodidad o sus supuestos derechos (Ver 2 Timoteo 3:1-5). ¿Por qué se ha vuelto egoísta, cruel, insensible y egocéntrica tanta gente? ¿No será que, pese a su amplia difusión, se ha descartado la Regla de Oro por considerarla poco realista y una reliquia moral? Triste es decirlo, pero así es, incluso entre los que dicen creer en Dios. Y a juzgar por la tendencia actual, el egocentrismo continuará en aumento.
Vale la pena hacer una reflexión cuidadosa en este respecto y preguntarnos: “¿Me gustaría que me trataran con respeto, equidad y honradez? ¿Quisiera vivir en un mundo en el que no existieran el prejuicio racial, el delito y la guerra? ¿Desearía formar parte de una familia en la que todos demostraran interés por los sentimientos y el bienestar de los demás?”. A decir verdad, ¿a quién no le gustaría?
Si tratamos a los demás con respeto, dignidad y amabilidad, ellos, más tarde, harán lo propio con nosotros. La bondad puede calmar un ambiente de fricción y tirantez. La reputación de ser considerados con el bienestar de los demás probablemente nos granjeará reconocimiento y aceptación. ¿Y acaso no somos felices cuando nos sentimos queridos?
Sin duda, las palabras de Jesucristo resumidas en el Sermón del Monte –la Regla de Oro– constituyen una enseñanza universal que influye en el bienestar de la vida de la gente de todo tiempo y lugar.