Por Jesús Reyes Heroles
La semana pasada, el gobierno federal anunció las líneas básicas de una reforma al sistema de pensiones. El simple hecho de plantear esa iniciativa de reforma es positivo, pues implica que reconoce el grave problema del sistema de pensiones de México. Se trata de una reforma largamente postergada, a pesar de que diversos grupos de especialistas y funcionarios han estado conscientes de la gravedad de este problema nacional (véase Pensiones: asignatura pendiente, Nexos, agosto 2003; Agend@ 2018: pensiones, El Universal, diciembre 17, 2017).
En México, la esencia del problema es que, desde su establecimiento, el Sistema de Ahorro para el Retiro (SAR) ha estado subfondeado, lo que se traduce en que las pensiones son una fracción (poco más de 30%) de los últimos salarios recibidos por quien se jubila, además de que requieren de 1,250 semanas de cotización, esto es, 24 años, lo que hace que pocos trabajadores puedan cumplirlo al 100%. Además, si bien se trata de un esquema tripartito, la principal carga recae en el empleador (5.15% de la cuota), pues el gobierno aporta 0.225%, y el trabajador sólo 1.125% de su salario. La carga del empleador ha sido señalada como una distorsión contraria al empleo, pues lo encarece.
Para muchos, las contribuciones al SAR constituyen un impuesto, lo cual es equivocado. Se trata de una disposición gubernamental que obliga a los trabajadores a reservar parte de su ingreso para constituir una bolsa para su pensión. Los recursos no son transferidos al gobierno para financiar su gasto, por lo que nunca dejan de ser propiedad de quienes los aportan.
La insuficiencia de los recursos aportados al sistema de pensiones ha tenido como resultado que cada año el gobierno federal y los gobiernos estatales tengan que hacer aportaciones extraordinarias para sustentar los sistemas de pensiones, lo que representa una carga cada vez mayor para las finanzas públicas. De ahí que reformar el sistema de pensiones contribuirá a fortalecer las finanzas públicas, si bien no es una reforma fiscal.
La planteada no es una reforma integral de las pensiones, pues sólo aplica a los trabajadores de empresas privadas (apartado A), esto es, no abarca a los trabajadores del sector público, en todas sus modalidades.
Por suerte, el esquema propuesto plantea un ajuste gradual (8 años) a las aportaciones, lo que lo hace viable, además disminuye las semanas de cotización para la Pensión Mínima Garantizada, y aumenta el monto de dicha pensión. Esta propuesta, que debe ser bienvenida, deja diversas dudas importantes: i) dado que para los trabajadores que ganen un salario mínimo, no aumentará la aportación patronal, a fin de no encarecer el costo de contratarlos, ¿qué tratamiento recibirán los ingresos en la vecindad superior al salario mínimo para evitar una inconveniente discontinuidad?; ii) ¿qué efecto tendrá sobre los trabajadores informales?; iii) ¿cómo afectará el proceso de unificación de las pensiones públicas con las privadas, mandatado por ley?; y, iv) ¿cuál será el impacto del aumento del costo de contratación de trabajo sobre el empleo en el mediano plazo?
Es indispensable que al definir los detalles de la reforma se considere la interacción de ésta con otros grupos de empleo, para evitar que contribuya a ahondar las diferencias entre el empleo moderno en empresas privadas, con el empleo en el sector público, y con el empleo informal.