Por Alejandro Páez Varela
Somos, todos, una dualidad: debilidades y fortalezas. En un mismo empaque cargamos sangre de ganadores y perdedores. Por lo mismo, somos, todos, estorbo de nosotros mismos. Nuestras debilidades y nuestros impulsos suelen atravesarse a nuestros objetivos y a nuestros deseos. Eso le pasa también al Presidente de México. Pero a diferencia de nosotros, él no puede equivocarse porque sus errores afectan la vida de decenas de millones. Se ve tan simple desde aquí, desde donde escribo; claro que allá arriba debe verse de otra manera.
Para sus excesos verbales, López Obrador se ha construido un andamiaje de excusas. “Mi pecho no es bodega” es la más común, pero no la única. Su “derecho de réplica” o su “es que están muy enojados, los conservadores” intentan justificar por qué va por todas las pelotas que le mandan. Y claro que de cinco pelotas, al menos dos o tres están ensalivadas o con la costura deliberadamente defectuosa. Cae en ellas. Les abanica. Y en vez de evitar caer en todas, justifica sus impulsos.
El Presidente se tropieza consigo mismo con una enorme facilidad. Si los impulsos son importantes en un líder opositor, en un mandatario sobran: no puede estallar cada vez que lo provocan. Imagínense a López Obrador frente al botón rojo de las ojivas nucleares, todas las mañanas (y mañaneras): nunca lo presionaría –no es ese tipo de hombre–, pero genera nervios que lo tenga frente a sí en momentos donde se imponen sus impulsos sobre el hombre de Estado. Extremo los ejemplos para explicarme, claro, porque México no tiene bombas de destrucción masiva; salvo la corrupción, y ésa no se detona con un solo botón rojo.
López Obrador se tropieza consigo mismo. Habla de corrupción y de fraudes electorales pero no toca a Manuel Bartlett: lo sienta junto a él, como pasó la semana pasada. Habla de medios, periodistas e intelectuales sentados-con-el-poder pero reparte el presupuesto de publicidad oficial sin reglas claras y abusando de la discrecionalidad: Televisa, TV Azteca y La Jornada son a él, lo que fueron Televisa, TV Azteca y La Jornada para Peña: los favoritos, los beneficiarios de su discrecionalidad, los que están sentados-con-el-poder junto con él. Los medios “del pasado”, que flotaron a gusto con los “regímenes pasados”, son su presente porque así lo desea su corazón. Son, sin más, el estorbo de su corazón.
López Obrador lleva dos años luchando contra “conservadores”, “conservas”, “pasquines” y “neoliberales”. Le quedan cuatro años. Un tercio de su mandato dedicando tiempo a sus “adversarios”. Mi pronóstico es que no se los va a acabar ni aunque gobernara doce años. Cuando él vaya rumbo a su rancho, medios y grupos políticos que él ve –y trata– como enemigos seguirán allí; es más: entonces tomarán fuerza. Y él habrá perdido el podio para seguir tundiéndolo; al menos ese podio privilegiado que da el poder.
No hay camino corto para cambiar a un país. Ni siquiera para López Obrador. Primero está convencer a las mayorías (y eso se logró en 2018). Luego está dar los pasos correctos a través de las instancias correctas: para ir por los expresidentes no se necesita una consulta sino abrir una carpeta, aportar pruebas y llevarlas ante un juez; para provocar una revolución en los medios no se requieren garrotazos o castigarlos con el reparto discrecional del presupuesto; se necesita demostrar que se es distinto, que no se denuncia la “Ley Chayote” cuando se está en la oposición y se usa cómodamente cuando se tiene el poder.
Y se requiere, por encima de todo, la serenidad y apartar los estorbos del corazón. Ahora que se citan tanto los evangelios, Jesús sacó a chicotazos a los vendedores del templo, pero a los sacerdotes y a los hombres de poder de entonces los trató distinto: ni con los exabruptos; sólo con la gota diaria del ejemplo. Gota diaria del buen ejemplo. Es más tardado, pero pregúntenle a las piedras si no se deslavan, si no se fracturan con el agua que les cae encima con el tiempo.
(Sin Embargo.mx)