Desde la suspensión de cuentas de Donald Trump en las plataformas Twitter y Facebook, en razón de los hechos ocurridos el 6 de enero en el Capitolio, se ha desatado un acalorado y necesario debate sobre las facultades de las grandes empresas tecnológicas (Big Tech) para remover contenidos y suspender cuentas.
La discusión muchas veces deriva en diagnósticos y soluciones simplistas. He ahí el peligro. Prueba de ello es que el Presidente López Obrador acusó el pasado 20 de enero a Hugo Rodríguez, director de Políticas Públicas de Twitter México, de manipular la conversación en contra de su movimiento. La “prueba”, su filiación al PAN entre 2005 y 2006. Como en otras ocasiones, bastó un señalamiento sesgado y desinformado desde la tribuna matutina (Hugo Rodríguez no remueve cuentas ni contenidos, eso lo hace otra entidad de la empresa) para activar una oleada de mensajes que sentenciaron unas cuantas horas después con el hashtag #TwitterPanista. El enojo entre los simpatizantes del Presidente se exacerbó cuando se suspendieron tres cuentas favorables al Gobierno actual. Se caldearon más los ánimos cuando la noticia sobre el contagio por COVID-19 del Presidente se hizo viral y algunas cuentas desplegaron mensajes de odio o deseando su muerte sin que hayan sido inmediatamente suspendidas. En suma, la duda ya ha sido sembrada, el debate se vició y se inoculó la duda sobre si las plataformas tienen los “dados cargados”.
Pero quizás haga falta tener una mirada global sobre las medidas tomadas contra grupos de todo el espectro ideológico en diversas latitudes. Se han suspendido en Facebook cuentas o contenidos anarquistas, antifascistas, supremacistas blancos. Lo mismo ha sucedido con articulaciones feministas, quienes a su vez señalan bastante flexibilidad con cuentas o contenidos denunciados con pedofilia.
Sin duda la poca transparencia y la selectividad siempre generará un sentimiento de injusticia, de falta de equilibrio. Por ello es que se requiere que las plataformas publiquen proactivamente cuáles y cuántos contenidos han removido o cuántas cuentas han suspendido. También bajo qué criterios y que éstos sean claros y precisos, pero, sobre todo, consistentes con los derechos humanos y los estándares internacionales que los tutelan. Por último, es necesario que prevean mecanismos de apelación diligentes para lxs usuarixs sancionados.
Por otro lado, desde la perspectiva económica, hay una profunda discusión desde la mirada “antimonopolios”. Debemos destacar el carácter de gatekeepers (porteros) de empresas tecnológicas, las cuales fijan las reglas del juego a otros posibles agentes que quieran ofrecer servicios en Internet y que condiciona la existencia de una oferta plural de plataformas y les permite imponer reglas del juego en sus “términos y condiciones” de servicio. Por ejemplo, Google presiona a los fabricantes para privilegiar sus aplicaciones “básicas” mediante acuerdos de pre-instalación. Por estas y otras razones, el Departamento de Justicia de Estados Unidos ya entabló un litigio contra Google alegando prácticas monopólicas. El resultado de esta controversia será un precedente fundamental para el funcionamiento de Internet.
Todo lo anterior da cuenta de la necesidad de una mirada multi-actor que se perfile en una efectiva gobernanza multisectorial de la red de redes. Gobiernos, academia, empresas, comunidad técnica y sociedad civil tienen mucho que aportar en un ámbito que encierra aspectos técnicos, políticos, sociales y éticos complejos. Sin embargo, ahí están voces que desde una posición de poder estatal quieren unilateralmente “cargar los dados” a su favor, arguyendo una supuesta asimetría de poder que está beneficiando a las empresas.
No es casualidad que casi inmediatamente de los sucesos acontecidos la última semana en relación a Twitter, el Senador Monreal levantara la mano para hablar sobre la necesidad de una legislación encaminada a proteger la libertad de expresión de las y los usuarios de redes sociales. Puede partir de un profundo desconocimiento sobre el funcionamiento de Internet e ingenuamente proponer cosas como las descritas. Pero no es así.
Monreal se ha caracterizado por presentar diversas iniciativas para regular y limitar derechos en Internet de manera desproporcionada. La más nociva fue la reforma a la Ley Federal de Derechos de Autor que -bajo pretexto de adecuarla al TMEC- importó el mecanismo de “notificación y retirada” de contenidos y páginas enteras cuyo talante censor ha sido ampliamente documentado en las Américas.
En estos momentos se evidencia la intencionalidad política detrás del intento de regulación de redes sociales: restringir un espacio de libertades para que ya no lo sea más. Cuando las “benditas redes sociales” dejaron de serlo, entonces se contraataca con pretensiones francamente regresivas en materia de derechos humanos. Las libertades que antes beneficiaron a un movimiento político ahora incomodan cuando son proyecto de Gobierno.
Sin duda nadie quiere ceder espectros de libertades y derechos a entidades privadas que pueden trastocar derechos como la privacidad o la libertad de expresión bajo criterios predominantemente económicos y, al final de cuentas, arbitrarios y opacos. Pero tampoco queremos que esas facultades se trasladen a un Estado que ha mostrado incapacidad para respetar y garantizar los derechos humanos, y que, por el contrario, incrementaría su capacidad de vulnerarlos. Lo ideal es encontrar los equilibrios que no quiten a Internet su carácter de red abierta, libre e incluyente, y que siga potenciando su capacidad democratizadora. Podemos empezar con un debate abierto y plural, libre de sesgos y vicios que deriven en descalificación y estigmatización desde el poder público.
Por Leopoldo Maldonado