Opinión

Memoria y Justicia

La Doctora Beatriz Gutiérrez Müller, responsable de la memoria histórica y el patrimonio nacional, dio a conocer el proyecto Memorika en la sede de la Suprema Corte de Justicia y con la participación de su Magistrado Presidente. El acto del 16 de octubre de 2021, año del Bicentenario de la Independencia política de México y centenario de la fundación de la Secretaría de Educación Pública por el entonces rector de la Universidad José Vasconcelos, promotor de los murales en la Escuela Nacional Preparatoria hace cien años, marca la organización de la memoria histórica de México como patrimonio nacional y de la humanidad asociado con la justicia. El acto tuvo lugar en el vestíbulo de la primera sala, rodeado por los murales de José Clemente Orozco, frente al jaguar en marcha y al lado de la justicia tambaleante con la venda caída, el vestido y el pelo descompuestos, tras los ladrones con antifaz que saquean el tesoro de una gran caja fuerte. Frente, en el muro arriba de la escalera de acceso, las llamas y la destrucción de lo construido advierten  del estado de cosas. A unos pasos por los solitarios pasillos, está el importante mural sobre los Siete Pecados Capitales de la Justicia, pintado por Rafael Cauduro en el centenario del inicio de la Revolución Mexicana de 1910 y del centenario de la Revolución de Independencia de 1810, en los cubos de la escalera desde el piso bajo al lado del estacionamiento, hasta el tercer nivel en cuyas ventanas que lo rematan, están por fuera tres granaderos con todos sus arreos de asalto, a punto de irrumpir por las ventanas para caerle a la ángela amenazada arriba del tanque que se viene encima de los espectadores con su cañón frente a una despavorida multitud que deja la plaza llena de zapatos, entre los cuales hay un teléfono móvil como señal de la actualidad.  Los archivos muertos entre vigas deterioradas que dan a entender un espacio ruinoso, se entienden guardados en viejos archiveros imposibles de cerrar para permitir las miradas desde dentro. Un alto tzompantli de trescientas calaveras, todas distintas, cubre un costado al lado de los créditos y el letrero manual de “Cauduro estubo aquí” con el de Karla cerca. A la altura de los ojos del espectador, una botella de agua gaseosa usada para impedir la respiración  de los torturados, un destartalado cartel de Auschwitz, entre vigas que dejan ver un personaje de pobre vestir, anuncia los pisos superiores con espacios romboidales dinámicos para un cubo de edificio, mirado desde arriba, con una mujer derrengada y en el muro del segundo piso, el costado de una cárcel con personajes infames asomando entre barrotes, “los hombres infames” que describe Foucalt. No faltan las imágenes de torturas con un rubio fortachón supervisando. Asociar sobre estas bases la memoria histórica con la justicia, plantea la necesidad de hacer presente la dialéctica entre las masacres de Estado, las corrupciones en los tres poderes y los incendios de las luchas populares como proceso complejo de construcción de la nación con justicia como constructo histórico exigido de su registro para su reflexión aleccionadora. Plantear esto cuando el mundo y el planeta sufren una crisis incontrolable, privilegia la urgencia de hacer de la justicia la orientación estratégica de la historia en la Suprema Corte que alberga a sus máximos representantes. No están solos, un pueblo memorioso los vigila y ejerce con sus inagotables formas de lucha, la justicia necesaria con el fundamento de la memoria histórica que así se orienta a su dimensión libertaria más allá de sus reducciones de clase y del poder dominante. Esto es el sentido profundo de lo ocurrido luego del conocido Mes de la Patria.  Justicia: asunto de Estado si se limita al cumplimiento de las leyes siempre mejorables e incompletas, cosa de especialistas como los abogados, los jueces, los magistrados, los agentes del Ministerio Público, las policías, el ejército, la Guardia Nacional pendiente de órdenes e instrucciones superiores. Pero como la justicia no es la ley sino mucho más, los límites del Estado son histórica y socialmente evidenciados por la lucha de clases inocultable. La clase dominante construye su poder con leyes en Constituciones sujetas a la constante corrección parlamentaria y a la iniciativa del ejecutivo, donde el contrato social suele ignorar la lucha de clases para hacer de los intereses del poder un universal contradicho por el día a día de la armonía irrealizable. Ante los movimientos populares de protesta, el Estado se defiende con las reformas constantes, en tanto los explotados lo hacen con acciones contestatarias que si construyen un programa concretado en estrategia de largo plazo, adquieren sentido revolucionario como apropiación de la memoria como sustento transformador.  Por todo esto, la memoria histórica no es neutral, sino manifiesta las crisis del contrato social, lo mismo en las causas de las masacres populares, que en los asesinatos políticos nunca aclarados del todo, las desapariciones y los desplazamientos forzados y las complicidades del Estado y sus gobiernos, con la delincuencia en sus entrañas, funcionando con estructuras externas en apariencia, solo en apariencia descubierta por la rabia popular como recurso de poder clasista incluyente de la criminalidad administrativa, policiaca, militar y paramilitar. El Estado recurre al clandestinaje necesario para cumplir compromisos con Estados Unidos fuera del control legal. Las organizaciones políticas revolucionarias oponen el clandestinaje necesario para no ser descubiertas y exterminadas. La memoria de esta dialéctica concreta la historia de enfrentamientos cotidianos desde siempre, que al llegar a situaciones no negociables, exigen confrontación con todas las formas de lucha: la propaganda y la agitación, el control de tiempos y movimientos, la urbanización como seguridad de clase, la desterritorialización de los posibles enemigos del poder y de los insurgentes que responden en los casos mayores, con proyectos de nación  como territorios soberanos bajo el control organizado contra quienes conspiran todo el tiempo para la apropiación privada con alcances trasnacionales como asociación económica, política y cultural de reducción del orden y progreso al de los propietarios de todo.  Precisar estas dialécticas concreta sus situaciones extremas y descubre la justicia como proceso constante de violencia no siempre evidente. Descubrir sus raíces, sus determinaciones concretas, sus administraciones y subversiones, es la orientación necesaria como proceso justiciero confrontado con el poder judicial del Estado, siempre sujeto a crítica necesaria de la memoria. Se trata, en fin, de reivindicar la tendencia justiciera de la historia.