Opinión

La democracia es un bien compartido

La democracia moderna instalada en el Nuevo Mundo a partir de la revolución estadounidense, que no es perfecta en ninguna parte, posee una plasticidad que le permite acoplar con el presidencialismo y con los sistemas parlamentarios, las monarquías y la dictadura del proletariado, las teocracias y cuantas formas de gobierno inspiradas, aunque sea de lejos en la soberanía popular y el estado de derecho existan.

La democracia genera grandes consensos, pero no crea unanimidad a escala social, porque tal cosa es refractaria a la política, que por pequeñas que sean, acoge fracciones que quiebran el consenso y anulan la unanimidad.

 Escandaliza escuchar que tal candidato o partido ganó las elecciones o los debates por “mayoría “aplastante”. Si algo no deberían hacer las mayorías políticas, culturales, lingüísticas, raciales o de cualquier índole, es aplastar a las minorías que más bien, por su fragilidad, deberían ser comprendidas y protegidas. 

Según Ortega y Gasset, entre las minorías las hay especiales, ellas son las vanguardias científicas, culturales, sociales, religiosas e incluso políticas. Hay desigualdades que no provienen de las injusticias, sino de la capacidad de sectores o individuos para desarrollar capacidades, saberes y habilidades excepcionales. Las vanguardias no son tales porque se autodefinen como tales, sino porque sus obras o sus ideas así lo prueben. Entonces se trata de las “minorías excelentes” 

En democracia el poder es siempre compartido, no sólo entre los poderes del Estado que funcionan mejor cuando son independientes y se equilibran mutuamente. En sentido estricto los procesos electorales son negociaciones y acuerdos, a veces llamados contratos sociales, entre el poder del estado, las instituciones (incluidos los partidos políticos), los líderes y la sociedad.

Aunque la soberanía nacional y la autodeterminación son prerrogativas indiscutibles, a los Estados, países, las naciones y sus líderes en el mundo moderno, interconectado e interdependiente, debería importarles la estima que otros actores internacionales, incluidas naciones, Estados e instituciones tienen de ellos.

La defensa de la soberanía, como alguna vez pretendieron los defensores del apartheid y dictaduras al estilo de Pinochet, no puede ser una cortina para esconder sus máculas. La crítica a los desmanes imperiales es un gonfalón de las ideas políticas más avanzadas.

Un joven suizo, de clase media que antes de los 40 años había vivido, estudiado y emprendido negocios en varios países, al que asistí cuando quiso tomar lecciones en Cuba cómo fisioterapeuta (no la carrera completa) para aplicar tales conocimientos a la cosmetología, lo cual no pudo ser por diversas regulaciones, me comentó:

“No te apenes, sobre los países existen diversas opiniones, por ejemplo, ser suizo y vivir en el extranjero es problemático no por los defectos de Suiza sino por sus virtudes. Se trata de un país tan avanzado, regulado y “perfecto”, que difícilmente homologa las notas, los estudios y los títulos emitidos por universidades extranjeras. Debido a ello, en todas partes, nos aplican la reciprocidad.

Le respondí que fue Karl Marx, quien dijo que: “A las personas y a las épocas históricas no se les juzga por la opinión que tienen de sí mismas. La democracia es un bien compartido, preferiblemente: “Con todos y para el bien de todos”.