La iniciativa preferente enviada por el presidente a la Cámara de Diputados para reformar la Ley de la Industria Eléctrica es quizá la joya más reciente con que se adorna la Corona —y en el sentido más colonial que se pueda imaginar—. La reforma quiere recuperar para el gobierno (no necesariamente para el Estado) el monopolio eléctrico replanteado por la reforma energética de 2013 (CFE y anexas). De aplicarse la reforma se topará de inmediato con dos graves asuntos: una ruptura con tratados y acuerdos internacionales y el retroceso en el camino hacia las energías limpias. En lo que sigue no me referiré a la ley en sí, sino al principal problema global en que es necesario pensarlo.
Agobiadas por problemas ingentes y en medio de turbulencias sin precedente, las naciones del mundo se ven forzadas, cada día más, a salir de sus fronteras para atender los problemas más angustiantes. El ejemplo más candente del momento actual son las vacunas contra el COVID-19, pero se mantienen en la lista el cambio climático, las migraciones internacionales masivas, el hambre, los medios de comunicación y redes sociales, y la desigualdad. En el caso del COVID-19, todos los gobiernos dependen de un puñado de empresas o agencias para obtener el preciado antídoto contra una enfermedad mundial indiferente a las fronteras. Del mismo modo que ante otros problemas públicos, las naciones y sus gobiernos necesitan interactuar más y mejor, mientras que poderosas fuerzas internas presionan para que se cierren sobre sí mismas. Cualquier ciudadano más o menos informado percibe que ciertos problemas afectan a toda la humanidad o a grandes grupos más allá de los países donde están y, al mismo tiempo, saben que el único recurso para hacerles frente se limita al dominio interior. Solamente parece haber dos expectativas posibles: resignarse a la melancolía o unirse al tumulto que reclama la reafirmación nacional, esta vez no como forma de liberación de un dominio colonial, sino como sometimiento a otro de nuevo tipo.
El populismo que desfigura las capacidades representativas de la democracia se nutre de esta pulsión: las fuerzas globales son una amenaza, por consiguiente, hay que disparar los resortes psicológicos para refugiarse en lo “propio” contra lo “ajeno” en un perverso movimiento centrípeto desde la nación hasta al orden local y familiar, étnico y de otras microformas singulares. Postular el cosmopolitismo global les parece hoy a las buenas conciencias de las militancias bucólicas un demonio a exorcizar con conjuros identitarios, como los que exudan las contrarreformas de la 4t. Reclamar derechos globales realizables dentro del orden democrático parece extraño y desproporcionado, como una embarcación de Greenpeace persiguiendo un ballenero o una capitana defendiendo migrantes en el Mar Mediterráneo. Al aceptar el tumulto nacionalista es mejor, entonces, asaltar el Capitolio, refundirse en una selva o brincar como bufón en el Foro de Sao Paulo a ritmo de batucada. Claro que estas últimas tres “opciones” no son iguales, pero abrevan en un fondo común: la regresión como ideal de progreso, la nostalgia de pasados remotos como motor de aspiraciones estériles.
No existe propiamente un dominio internacional con capacidad estatal que reclame para sí la competencia para la solución de problemas mediante la aplicación compulsiva de normas legítimas (con el “monopolio de la violencia legítima”). Ese espacio global que algunos han llamado “postpolítico”. Esa tierra de nadie está ahí para ser conquistada y reclama una ciudadanía cosmopolita. Demanda inventar derechos de intervención en las decisiones globales (de energía, migración, alimentación, de comunicación digital y salud), exige conseguir el derecho a elegir representantes —y plataformas políticas— a los organismos internacionales, fortalecer organizaciones civiles transnacionales —sí, así como lo hacen las grandes empresas— y crear otras que se movilicen en los espacios de la pospolítica para introducirles la política del reclamo de justicia, o como se le quiera llamar a esa acción que trascienda fronteras. No se puede transitar en esa dirección con el equipaje de los viejos relatos, genealogías o lenguajes nacionales que venden los populismos; se requiere de un nuevo mestizaje, del atrevimiento a comunicarse políticamente con esos “otros” que no son nosotros para intervenir en una esfera que nos pertenece a todos y en la que solamente los más poderosos pueden habitar hoy en día. Al igual que con el derecho de ciudadanía en el espacio nacional, la inclusión demográfica será lenta, pero no imposible. Sin embargo, más lenta será si las miradas se clavan en un pasado irreproducible.
Ni el anticapitalismo ramplón, ni el regreso al nacionalismo de Estado —ambos van hoy de la mano— son opciones de futuro. El primero desconoce el más elemental aserto de su progenie: no hay cambio histórico sino por la transformación de los engranes de un sistema histórico (Marx). El segundo es aún más pedestre, no es más que un viejo bulbo que se aferra a ser iluminado por una pila de carbón. Con el populismo ciertamente no llegó “la imaginación al poder”.
Por: Francisco Valdés Ugalde
SY