Opinión

El otro medio camino

Rogelio Ramírez de la O., el nuevo secretario de Hacienda, asegura que el Andrés Manuel López Obrador que veremos en lo que resta del sexenio será una versión más moderada, una versión que permitirá que aflore al socialdemócrata que lleva dentro, un AMLO que hará recordar al jefe de gobierno que tuvimos en la Ciudad de México.

Sería deseable. Hasta ahora lo que hemos tenido ha sido un mandatario de claroscuros, desmesurado en sus logros, como también en sus desaciertos. Un arengador de verbo encendido y polarizante en la tribuna, pero también un jefe de estado atento a mantener la estabilidad política y social y sorprendentemente responsable en lo que toca a las finanzas públicas.

Este panorama contradictorio que necesariamente resulta de cualquier intento de valorar al primer trienio del gobierno obradorista es, hasta cierto punto, explicable. No podía ser de otra manera, considerando la ambiciosa tarea que se propuso; nada más y nada menos que un intento de cambio de régimen. Algo que inevitablemente provoca entusiasmos entre los inconformes con el actual estado de cosas y resistencias en todos aquellos que no están de acuerdo con la naturaleza de estos cambios o la manera de procurarlos.

Si miramos con la perspectiva del bosque completo al sexenio de AMLO, y salimos momentáneamente de la polémica de la semana, que nunca falta, yo diría que el mayor acierto de su gobierno es haber convocado al país a ver por los pobres. Por absurdo que parezca, las mayorías se habían convertido en mera escenografía de fondo para la clase política y las élites encandiladas por una modernidad que beneficia mayormente al tercio superior. El 2.2% de crecimiento anual promedio en las últimas tres décadas, en realidad esconde una enorme disparidad pues entraña crecimiento de dos dígitos para las ramas y las regiones geográficas vinculadas a los sectores punta y decrecimiento para la enorme base social. El argumento de que la expansión de los de arriba y de la clase media “jalaría” a los de abajo dejó de operar hace rato. Habría que insistir en que el 56% de la población activa trabaja en el sector informal y es una proporción que ha venido creciendo. O dicho en otras palabras, el sistema dejó de tener respuesta para más de la mitad de los mexicanos.

López Obrador es la expresión política de la inconformidad de estas mayorías que, por fortuna, optaron por una vía pacífica en 2018 para externar tal malestar. En ese sentido, el tabasqueño, con todos sus rasgos pintorescos y rijosos, y quizá gracias a ellos, ha logrado mantener la noción de que el presidente gobierna para y por el interés de esas mayorías. Esa quizá es la clave para entender la relativa estabilidad social y política que tenemos, pese a estar sentados en el barril de pólvora que supone la violencia apenas contenida y la profunda desigualdad que nos caracteriza como sociedad.

Que el presidente consiga imprimir esa percepción y al mismo tiempo conduzca en lo esencial una política económica conservadora en materia de finanzas públicas, es notable. Su aversión al endeudamiento y su obsesión por no incrementar impuestos, combatir la inflación, mantener el equilibrio en las finanzas públicas, reducir el gasto en burocracia, son medidas que figuran en el recetario del Fondo Monetario Internacional. Y ciertamente constituyen una conducción más responsable, en aras de la salud del gobierno, que la de sus antecesores. En suma, el presidente ha sido un equilibrista para conseguir una mezcla imposible: sacudir al sistema para obligarlo a ver por lo pobres y, al mismo tiempo, mantener la solidez del andamiaje que requiere la vida financiera. Lo primero procura la estabilidad política, lo segundo la estabilidad económica. Sin decirlo, López Obrador se ha mantenido fiel a una obsesión: conseguir un cambio sin desestabilizar el sistema. Sabe que las mayores víctimas en un desplome económico serían, justamente, los que menos tienen.

El problema es que la búsqueda de estos dos objetivos contradictorios desgasta mutuamente ambos polos. Ni se está cambiando en la intensidad deseada para hacer una diferencia significativa en el poder adquisitivo de los pobres, ni la estabilidad financiera se está traduciendo en el crecimiento que el país requiere.

O para ponerlo de otra manera; la rijosidad del presidente es el motor que asegura el apoyo de las mayorías, que genuinamente perciben que el hombre que está en Palacio habla y actúa en su beneficio. Eso constituye la clave para conjurar el riesgo de un estallido político y garantiza a AMLO niveles de aprobación del 60%. Pero tal logro político, conseguido gracias en gran medida a la polarización, genera un clima poco favorable para la construcción de los millones de empleos robustos que el presidente necesita para sacar de la pobreza a las mayorías. La conducción responsable de las finanzas públicas no basta para convencer a cientos de miles de empresarios maniatados por el nerviosismo, la irritación o la simple timidez, a participar activamente; pesa más el contexto marcado por el embate verbal y amenazante. El presidente ha sido muy exitoso en la tarea de convencer a los pobres de que él no está a favor de los ricos; pero su vehemencia ha terminado por convencer a estos últimos de que no estar a favor es lo mismo que estar en su contra. Y recordemos, el 75% del PIB del país y por consiguiente de los empleos son generados por la iniciativa privada. El sector público puede repartir recursos para paliar la situación de los necesitados, pero tal derrama está destinada simplemente a aliviar la urgencia. La única solución definitiva para sacar de la miseria a las mayorías es una economía sana capaz de crear decenas de millones de empleos dignos. Las distorsiones de nuestro capitalismo tropicalizado no los estaban creando, y en esa medida se requería la intervención del Estado para propiciar un giro del mercado en esa dirección. Obviamente eso no está sucediendo. En la segunda mitad del sexenio el presidente tendría que buscar la solución a esta contradicción. De no hacerlo, su promesa por hacer una diferencia en la vida de los pobres de México habrá quedado en una admirable intención.