Opinión

Si algo prueba la oposición de Rusia a la entrada de Ucrania en la OTAN es la supervivencia del espíritu de las áreas de influencia de las superpotencias creadas durante la II Guerra Mundial por Roosevelt, Stalin y Churchill en las conferencias de Teherán, Yalta, y Potsdam, y cuyo espíritu sobrevive al colapso de la Unión Soviética y al fin de la Guerra Fría.

Lo peculiar del momento es que los países de Europa Oriental que entonces acataron las decisiones de EE.UU., la URSS, Gran Bretaña, China (nacionalista) y Francia, liberados de compromisos, se rebelan y lo expresan aproximándose a Occidente, no sólo ideológica, sino institucionalmente; de ahí su interés por integrarse a la OTAN, la Unión Europea, el Fondo Monetario, el Banco Mundial, la Organización Mundial del Comercio y otras.

La partida se torna más compleja porque al disolverse la Unión Soviética que, en la II Guerra Mundial era un solo país, se dividió en 20 Estados que, con el derecho que da la soberanía y la autodeterminación, quieren elegir a sus amigos, socios y aliados e involucrarse también con las instituciones occidentales.

Todo es más grave porque las intenciones originales de los líderes rusos del poscomunismo, Yeltsin y Putin, que fracasaron en el intento de forjar una connivencia con occidente y la OTAN, haciendo ellos y Rusia lo que hoy tratan de impedir a Ucrania y a varios territorios exsoviéticos, constituidos en Estados.

Con razón, Putin asume que, de ceder a la pretensión de Ucrania, habrá una estampida que sumará a la OTAN y la UE nuevos miembros, creando una situación de cerco militar, aislamiento político y competencia económica probablemente insoportable. Obviamente no se trata sólo de Ucrania sino de lo que puede venir después.

Los acuerdos adoptados en Teherán, Yalta y Potsdam aludieron básicamente Europa y en parte a Asia y Oriente Medio y no a América Latina que, entonces no formaba parte del ajedrez geopolítico mundial, por la sencilla razón de que nadie calculó que ninguna potencia extraterritorial, menos aún la Unión Soviética, pudiera alcanzar un protagonismo político y militar en la región como el que, de la mano de Cuba, logró la URSS a partir de 1960 y que, en el 62 alcanzó expresión nuclear.

Debido a la cercanía de la Isla que llegó a adquirir un potencial militar considerable, incluida una poderosa fuerza aérea y un destacamento submarino (diésel), la retirada de los misiles no supuso el fin de la alerta militar estadounidense porque, aun sin misiles, la alianza político-militar soviético-cubano se hizo más intensa. 

La arquitectura política edificada en Europa sobre la base de las esferas de influencia y las áreas de responsabilidad militar a cargo de las superpotencias que con sus respectivos paraguas nucleares cobijaron a aliados y clientes que colapsó con el fin del socialismo real en Europa Oriental y URSS, no afectó a América Latina.

En esta área, a pesar de la excepción de Cuba y del brote de la izquierda electoral, la hegemonía estadounidense no se debilitó, no porque no hubiera gobiernos contestatarios, sino porque su proyección no afecta la primacía estadounidense que, en cambio, se agrietará con la instalación de infraestructuras militares rusas en cualquier país de la región, especialmente en Cuba que sigue estando unos 150 kilómetros de Estados Unidos. De hecho, La Habana está más cerca de Miami que Kiev de Moscú.

A pesar de que, en la crisis actual, todo está por ver, las palabras pesan porque están dichas y han sido asimiladas.