Las verdades evidentes no son resultados de la actividad científica, aunque son ciencia constituida. Ellas constituyen el mayor volumen de los conocimientos y forman la plataforma cultural de la humanidad. La mayor parte de ellas se formaron de modo secular, son anteriores a la escritura y fueron establecidas no por la actividad teórica sino por observaciones sobre procesos asequibles a los sentidos.
Los primeros humanos no necesitaron ser científicos para percatarse de los ciclos del día y la noche, la germinación, crecimiento y brote de las plantas y sus frutos, la reproducción de los animales, en la vida salvaje y en cautiverio. Las relaciones sociales establecidas en hordas y clanes a partir de instintos gregarios, dieron lugar a afectos y rivalidades, a la formación de las familias, la aparición de las jerarquías, la autoridad, el poder y el Estado.
Como parte de esos mismos procesos aparecieron la espiritualidad y la fe, aunque también la codicia, el egoísmo, la crueldad y los afanes de acumular riquezas y poder. Algunas formas medievales del poder, en lugar de promover la búsqueda de la verdad, la obstaculizaron con insólita violencia. La ignorancia fue siempre una herramienta del despotismo.
La historia de la humanidad, incluidos los sistemas sociales son el reino de la espontaneidad y una magnífica combinación de evolución orgánica y progreso cultural. Las verdades evidentes existen también en los ámbitos de la historia, la sociología, la moral y la historia. La primera exposición de esa sabiduría aparece en los evangelios y algunas de las más importantes se condensaron en la Declaración de Independencia de los Estados Unidos:
“Sostenemos como evidentes estas verdades: que los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad...”.
Las formas de organización social preindustrial no estuvieron precedidas por ninguna teoría. Ningún déspota inventó la esclavitud y, ningún iluminado concibió el capitalismo. Las ideologías y las llamadas “ciencias sociales” son un fenómeno relativamente reciente que, excepto en el caso del pensamiento liberal, han aportado poco al desarrollo humano.
La mayor innovación en la lógica del progreso y el desarrollo humano apareció con el socialismo marxista, una doctrina que no surgió espontáneamente de la realidad, sino que fue creada mediante reflexiones por pensadores avanzados que condensó los más altos valores del humanismo occidental. El socialismo es expresión de las más elevadas conquistas de justicia social concebidas por la humanidad.
En su evolución el ideal humanista rescatado por el socialismo fue burocráticamente (no científicamente) asociado a un nihilismo filosófico que recusó nociones esenciales acerca del ejercicio del poder, particularmente la democracia, inclinándose por la fórmula de “dictadura del proletariado” y asumiendo una doctrina económica que, al absolutizar algunos elementos, como la propiedad y la gestión estatal y excluir otros, como el mercado y las libertades económicas, desmintió la dialéctica que promovía y resultó erróneo.
Si bien la propiedad social, pública o estatal pudo ser aceptable, no lo fue la gestión estatal en calidad de monopolio y la administración basada en la planificación centralizada, la colectivización compulsiva, la demonización del mercado, del dinero y del lucro legítimo que emana del trabajo de emprendedores y empresarios.
El colapso económico y político de los países del socialismo real da lugar a ciertas verdades evidentes: El modelo económico propuesto y practicado por la Unión Soviética a lo largo de setenta años, no funcionó, no fue eficiente, no favoreció el aumento de la productividad del trabajo, la innovación ni la competitividad, no proporcionó espacios a los emprendedores, ni incentivó la convergencia de la producción con la ciencia, porque la ciencia no funciona en abstracto sino que necesita de la racionalidad y las buenas prácticas económicas.