Desde la fundación de la ONU, la presencia de la Unión Soviética en el Consejo de Seguridad dio al órgano regulador de las relaciones internacionales una marcada pluralidad política e ideológica y, debido a un arreglo todavía vigente, nunca importó que estuviera en minoría porque, en ese mecanismo los acuerdos se adoptan por el voto unánime de los cinco miembros permanentes. A ese requisito le llaman veto.
Con el colapso del comunismo, en el territorio de lo que fue la Unión Soviética surgieron unos 20 nuevos Estados, entre ellos Rusia, todos los cuales, libremente, adoptaron la democracia liberal y la economía de mercado como modelos económico y político. Así, de oficio cesó la contradicción entre el capitalismo y el socialismo, también llamada Este-Oeste. Occidente pasó de enemigo a paradigma.
El embeleso que abrió las puertas de las principales alianzas occidentales (Unión Europea y OTAN) a países exsocialistas de Europa Oriental, así como a exrepúblicas soviéticas y yugoslavas, incluso a Rusia, que se aproximó a la OTAN y estableció convenios con ella, terminó cuando Rusia percibió la expansión de la OTAN como una amenaza e hizo del ingreso de Ucrania en cualquiera de ellas una línea roja.
El agravamiento de las tensiones al respecto, incrementadas por el involucramiento de Rusia en el conflicto entre el Gobierno ucraniano y las regiones del Donbass, obviamente interno, así como las aproximaciones de Estados Unidos y la OTAN con los gobiernos ucranianos y la falta de gestión de todos los protagonistas: OTAN, Rusia, Ucrania y Estados Unidos, para evitar la escalada del conflicto y la incompetencia de la ONU, sumaron elementos para un desenlace bélico.
Así las cosas, en 2022 Rusia desató una guerra preventiva que pudo ser evitada, de modo que, aquello que originalmente se concibió como una “operación especial” de advertencia, breve duración y bajos costos, se ha transformado en una guerra grande, la mayor ocurrida en Europa después de la II Guerra Mundial y para la cual no se percibe ninguna solución de salida.
A la espeluznante aritmética que suma no menos de 150 mil jóvenes militares ucranianos y rusos muertos debido a la macabra eficacia de las armas empleadas por unos y otros, se suma el total y probablemente irreversible desquiciamiento de las relaciones internacionales, especialmente de los mecanismos de seguridad colectiva con base en la ONU y el Consejo de Seguridad, paralizado por la falta de acuerdo, coherencia y convicción de cuatro de sus cinco miembros permanentes.
No se trata de desacuerdos que, en tiempos de la Unión Soviética, se basaban en diferencias ideológicas de fondo, asociadas a visiones acerca del futuro de la humanidad. Ahora las proyecciones y las sinrazones por las que se lucha y se muere en Europa son de una patética mezquindad.
El mayor impedimento para el retorno de la paz no son las ideas, sino los territorios conquistados, no se trata para ningún adversario de conquistar la libertad ni la felicidad, sino de la hegemonía. La primera guerra librada por las generaciones del nuevo milenio no llenará de gloria a país alguno, no producirá héroes, sino sólo mártires cuyos deudos sufrirán de más al saber que los suyos murieron en una guerra estúpida