Durante décadas se criticó al presidente de Estados Unidos Woodrow Wilson por su tardía reacción ante el hundimiento del trasatlántico Lusitania en el 1915 por submarinos nazis, hecho en el cual murieron mil 198 personas, aplazando hasta el 1917 la entrada de Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial. El mandatario había prometido no involucrar a su país en el conflicto europeo. Finalmente lo hizo. El precio fueron 130 mil muertos. El desastre movilizó al Congreso que adoptó las leyes de neutralidad.
Al revés, al tomar el poder en Rusia como resultado de la Revolución Bolchevique en el 1917, Vladimir I. Lenin se distanció de la coalición aliada y en Brest-Litovsk, en el 1918, negoció por separado la paz con Alemania. El precio impuesto fue la anexión a Alemania y al Imperio Otomano de Finlandia, Polonia, Estonia, Livonia, Curlandia, Lituania, Ucrania y Besarabia que entonces formaban parte del Imperio Ruso.
Más ácida e históricamente justificada fue la crítica a Neville Chamberlain, primer ministro británico entre el 1937 y el 1940 que, conocedor de la masacre que significó la Primera Guerra Mundial, ante el ascenso y la agresividad del fascismo hitleriano, vaciló y al tratar de impedir la II Guerra Mundial, acudiendo a la “política de apaciguamiento” basada en concesiones a Adolf Hitler, lo cual condujo a ceder a reclamos territoriales y de otro tipo.
Debido a aquel enfoque, no hubo reacción ante el rearme alemán, la intromisión nazi en la guerra civil española en el 1936, tampoco ante el Anschluss, como se denominó a la anexión de Austria ni por el Pacto de Múnich en el 1938 mediante el cual Checoslovaquia fue desmembrada y en parte anexada a Alemania. Al conocer los términos del Pacto, Winston Churchill comentó: “Tuvo usted la oportunidad para elegir entre la humillación y la guerra, eligió la humillación y nos llevará a la guerra”. Así fue.
En parte porque no se conoció el contenido de lo acordado, especialmente, el Protocolo Secreto, la izquierda fue más indulgente con Joseph Stalin ante su pacto de no agresión con Alemania, conocido como Pacto Ribbentrop-Molotov, firmado en Moscú el 23 de agosto del 1939. Nueve días después Alemania invadió a Polonia dando inicio a la II Guerra Mundial.
También el expresidente Franklin D. Roosevelt, impedido de involucrar a Estados Unidos en la guerra debido a las leyes de neutralidad, soportó críticas por la demora en confrontar a Alemania en Europa. Omisión que subsanó con creces luego del ataque japonés a Pearl Harbor en diciembre del mismo año.
Por último, en octubre del 1962, Nikita Jruzchov, puso fin a la Crisis de los Misiles en Cuba, retirando el armamento atómico emplazado en la isla, salvando a la humanidad del peligro de guerra nuclear. El error de Jruschov, no fue retirar los cohetes atómicos que desde Cuba apuntaban a los Estados Unidos, sino hacerlo a espaldas de las autoridades de la isla y sin exigir el levantamiento del bloqueo y garantías escritas.
El objetivo de esta nota no es juzgar ni absolver a aquellos estadistas que, en circunstancias excepcionales, maniobraron hasta el límite de sus posibilidades para evitar la guerra, accediendo a ella cuando no quedó otra alternativa. En cada caso, la historia los ha colocado en el sitio que corresponde.
Los repudiados y olvidados son los que cedieron a la tentación de acudir a la violencia armada para lograr objetivos ilegítimos y cuyo desempeño prueba que la guerra no obedece a necesidades históricas, ni es fatalmente inevitable. Los hechos están a la vista.