La guerra contra las drogas está perdida. Es anacrónica, ha tenido y continúa teniendo un alto costo en vidas humanas, en ruptura del tejido social y descomposición de la vida de relación y desarrollo comunitario sin que hasta ahora el resultado amerite el precio que hemos tenido que pagar como país productor.
Ahora se presenta una coyuntura en Estados Unidos que tendrá influencia decisiva en la política que en esa materia se siga en nuestros países: si ganan los demócratas con el presidente Joe Biden, como posiblemente ocurra, se buscará darle al problema de las drogas un enfoque de salud pública, más orientado a la prevención que a la cárcel, como hasta ahora ha sucedido. El terreno está preparado: si bien aumenta la producción, hay mayores incautaciones y campesinos de las zonas cocaleras se quejan de que no hay quien recoja sus cosechas como antes, cuando los compradores llegaban a cargar la hoja al pie de los cultivos. La desmovilización de las FARC y de los paramilitares, completada esta última con la acción de la Justicia de Paz (JEP) ha repercutido en una sobreoferta difícil de mantener. El fentanilo, mucho más dañino, ha desplazado a la coca que, al igual que la marihuana, ante esta nueva amenaza, empieza a recibir una mirada social más tolerante.
Estados Unidos está frente una nueva realidad: aumento de consumo del fentanilo y control de las redes de compra y distribución de drogas por parte de las mafi as mexicanas que evitan la confrontación con el Estado. Además, el tráfico hacia Europa y Asia ahora parte de otros países al Sur de Colombia. Así que el país del Norte ha tenido que reconocer el fracaso de su enfoque represivo en el manejo del problema en Colombia y el inútil desangre que su política antidrogas ocasionó a este país.
En esta nueva situación, en Colombia ocupa el poder un exguerrillero -Gustavo Petro- que propone la prevención por encima de la represión, perseguir a los grandes traficantes y proteger a los pequeños cultivadores que no tienen otra forma de subsistencia, y que ha dicho que el petróleo, por sus afectaciones al medio ambiente, es un veneno peor que la cocaína.
Su enfoque pone el acento en una educación que nos libre de la cultura del dinero fácil y la justicia por mano propia que nos dejó el narcotráfico y que ha significado un trastorno cultural y de la vida social. Su propuesta llega hasta descriminalizar el consumo -en lo cual se han dado pasos importantes en otros países en relación con la marihuana, antes tan satanizada-, privilegiar la interdicción de los envíos, perseguir los grandes capitales de los narcotraficantes y combatir la corrupción en todos los niveles de la administración del Estado en sus tres ramas: ejecutiva, legislativa y judicial.
Es sabido que, sin notarios, jueces y políticos de alto nivel, el narcotráfico nunca habría alcanzado a permear en tan gran medida la vida nacional.
Y este nuevo enfoque ha encontrado en el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador (AMLO) una visión convergente y una gran coincidencia con el momento político de la vida estadounidense. Esa convergencia no se agota en el tema del narcotráfico: La preocupación por el cambio climático, eje de la política de Petro, que en su caso hace énfasis en la salvación de la Amazonía, es común a los tres presidentes.
En una futura columna hablaré de cómo, hace siglo y medio, enlazados por las investigaciones y descubrimientos de Humboldt, también hubo coincidencias en las preocupaciones ambientales de estas tres naciones.
En nuestros países, la propuesta neoliberal y su embate contra el estado de bienestar dejó a grandes masas de población desprotegidas, sin mayores posibilidades de empleo y, especialmente sus jóvenes, vieron en el narcotráfico una salida fácil, con adquisición de pequeños poderes que los hacían fuertes en sus localidades; destruidos sus antiguos valores de convivencia en la comunidad, el narco les daba la posibilidad de sentirse fuertes con el manejo de las armas y el dinero fácil. Y eso ha dejado una nefasta huella social.
Hay que considerar, además, el problema migratorio, que atañe a los tres Estados, especialmente el que cruza el tapón del Darién, esa selva espesa en el Noroccidente de Colombia, pasa a Panamá y desde ahí hace su travesía de espanto, víctima de todas las violencias, hasta cruzar la frontera de Estados Unidos, donde un nuevo viacrucis los espera.
Ahora, los presidentes AMLO y Petro, ambos con un fuerte componente social en sus programas y un sentido de la dignidad para defender sus posiciones en ámbitos internacionales y especialmente ante Estados Unidos, encuentran en este país un oído más receptivo, una posición cercana a la suya presionada por su situación interna y una más acertada visión sobre el tratamiento del narcotráfico.