Opinión

Matar y morir a los veinte años

Jorge Gómez Barata retoma el ataque al expresidente Donald Trump perpetrado por un joven de 20 años durante un mitin
Matar y morir a los veinte años

Descartado los sicarios y matones profesionales que actúan por dinero, los criminales necesitan una oportunidad, un arma y un motivo. Los primeros son fenómenos tangibles y verificables, mientras los motivos pueden ser subjetivos: odio, codicia, envidia, venganzas, incluso desacuerdos o antipatías políticas. 

La pregunta del momento es: ¿por qué Thomas Matthew Crooks, un joven de 20 años, hijo de una familia de clase media, todavía no emancipado, trabajador en una cocina comunitaria, que en el 2022 se graduó de high school con notas sobresalientes, republicano militante, no afiliado a ninguna ideología, no radicalizado y mentalmente sano, al que nadie pagó ni instigó, intentó matar, no a un enemigo, sino al líder de su partido? ¿Por qué motivos? Nunca los conoceremos.

No obstante, debo indicar que la acción de este joven sigue un patrón que coloca los magnicidios en Estados Unidos: contra cuatro presidentes, uno contra un candidato y otros contra prominentes líderes políticos como Martin Luther King, al nivel de los hechos triviales propios de la exuberante violencia doméstica reinante en el país. 

No obstante, el primero fue realizado contra el presidente Abraham Lincoln, contra quien, debido al candente debate nacional sobre la esclavitud y la Guerra Civil con casi un millón de muertos, se acumularon enormes rencores que explican la conspiración gestada en su contra por elementos del bando confederado.

John Wilkes Booth, fanático confederado quien desconocía que la Guerra Civil había concluido días antes y algunos otros elementos, concibieron la idea de secuestrar al presidente para apoyar la causa confederada. El plan cambió y se optó por asesinarlo.

La noche del 14 de abril de 1865 cuando, despreocupado, el presidente disfrutaba de una función en el Teatro Ford de Washington, por la espalda se le aproximó, John Wilkes Booth, un fanático de los confederados que, a quemarropa, le disparó en la nuca. Hubo testigos que contaron que antes de hacerlo, exclamó: “¡Así mueren los tiranos!”.

Asistido por cómplices, el asesino logró abandonar la escena del crimen. Doce días después fue localizado en una granja en Virginia. Booth y otros encartados murieron en el tiroteo con la Policía y otros fueron apresados, juzgados y ahorcados.

Dieciséis años después, el 2 de julio de 1881, en una estación de trenes de Washington, Charles Jules Guiteau, abogado, molesto por habérsele negado empleo como cónsul del Gobierno de los Estados Unidos, baleó al presidente James Garfield quien, tras una larga y penosa agonía, falleció. Nunca antes ni después una persona tan importante murió por un motivo tan estúpido.

En el 1901, exactamente el 6 de septiembre, tras concluir un discurso en la ciudad de Buffalo, mientras saludaba a sus partidarios, fue baleado el presidente William McKinley, que días después murió a consecuencia de gangrena. El asesino fue León F. Czolgosz, un desempleado de 28 años residente en Detroit. Juzgado y declarado culpable fue ejecutado en la silla eléctrica.

Parecía que la pesadilla de los magnicidios se había alejado de los Estados Unidos cuando, 62 años después, en 1963, John F. Kennedy, un joven y popular presidente fue asesinado mientras la comitiva presidencial circulaba por las calles de Dallas, Texas.

En cuestión de horas, fue detenido Lee Harvey Oswald, quien fue imputado por el asesinato, pero no pudo ser juzgado al fallecer porque dos días después, mientras bajo custodia era trasladado a la cárcel del condado, fue asesinado a tiros por Jack Ruby, un mafioso de poca monta. Muerto el único protagonista identificado, nunca se supo por qué mató al presidente y naturalmente, nadie fue juzgado por el crimen.

Excepto que se adivine, nunca se sabrá por qué, en una plácida tarde de verano, en Bethel Park, un bucólico suburbio de Pittsburgh, Pensilvania, el joven local, Thomas Matthew Crooks, armado con un fusil de asalto AR-16 perteneciente a su padre, burló la vigilancia del Servicio Secreto, el FBI y la Policía local y con aceptable puntería, a sangre fría, disparó contra Donald Trump, la más notoria figura política de los Estados Unidos en este momento y candidato a la presidencia.

Obviamente, el inteligente y politizado joven Matthew que, a los 16 años, cuando los adolescentes patean balones y viven sus primeros romances, él realizaba donaciones de dinero a los partidos políticos, no podía ignorar que, obtuviera o no éxito en su criminal aventura, le esperaba la muerte o la prisión de por vida.

Así y todo, disparó. Lo digo con pena por sus padres, por el inmolado de modo infame, por las víctimas y por el país: ¡No os asombréis: ¡Así anda el mundo!