Opinión

“Por estos días, como cada cuatro años, por sexagésima ocasión, en cada uno de los 50 estados, los votantes irán a las urnas para elegir a los compromisarios o delegados que a su vez escogen al presidente y vicepresidente del país”, destaca Jorge Gómez Barata

En una presentación en el Museo de Historia Americana en Washington se enfatizó que, una vez alcanzada la independencia, los Estados Unidos tuvieron que construir una nación y consolidarla.

Dado que, sin precedentes ni modelo, se trataba de edificar una república mediante la unión de 13 excolonias, fue necesario innovar lo cual se realizó mediante un debate para decidir y diseñar un tipo de Gobierno nacional capaz de ejercer un liderazgo y conducir al país, sin menoscabar a los estados.

De este debate surgieron el Congreso Federal y la Presidencia de los Estados Unidos, ambos electos. El debate de naturaleza ideológica, jurídica y política comenzó cuando, la Convención Constitucional, formada por 50 personas, envió al Congreso Federal el proyecto de Constitución y este lo remitió a las legislaturas estatales, lo cual provocó intensas reacciones a favor y en contra.

En septiembre del 1787, aparecieron en diarios de Manhattan artículos con la firma de Cato y Brutus, que se oponían a la fórmula propuesta, y expresaban la preferencia por una estructura descentralizada y que fueron conocidos como anti federalistas.  

En respuesta, se publicaron 85 ensayos conocidos como Artículos de El Federalista, escritos por Alexander Hamilton, James Madison y Jon Jay, que contienen las ideas básicas sobre las cuales se edificó la arquitectura estatal estadounidense, incluida la presidencia. Según Richard B. Morris, esos textos son una “exposición incomparable de la Constitución, un clásico en la Ciencia Política sin igual en amplitud y profundidad…”

De aquellos eventos emergió una estructura estatal que resultó ser una innovación trascendental que sirvió de inspiración a las repúblicas iberoamericanas y a prácticamente todos los países Occidentales.

Se trata de una forma de Gobierno con tres ramas, destinadas a lograr la separación y el equilibrio de los poderes del Estado. El siguiente paso fue nominar un candidato para presidente y crear procedimientos para elegirlo. George Washington, comandante del Ejército de Liberación y el más destacado de los líderes revolucionarios, reunía todas las condiciones y resultó ser el candidato idóneo. No se equivocaron.

Con la Constitución, nació el Colegio electoral de los Estados Unidos que no es un lugar sino una estructura ad hoc, creada para elegir al mandatario, formada por representantes de todos los estados que, en el 1789 eligieron a George Washington como primer presidente, único electo por unanimidad.

Según se afirma: “La verdadera prueba para la joven democracia, no fue la elección, sino la transferencia del poder…”, cosa que George Washington asumió con incomparable altura al declinar la postulación para un tercer mandato estableciendo una tradición, sólo alterada por Franklin D. Roosevelt, electo en cuatro oportunidades y luego convertida en ley mediante una enmienda a la Constitución. Profundamente antimonárquico, cuentan que, al hacer su entrada, un ujier anunció: “Damas y caballeros, reciban su excelencia el presidente…” Con las gentiles maneras que eran usuales en él, Washington lo corrigió: “Siempre me han llamado señor y eso ha bastado…”

Cierta o no, la anécdota revela una voluntad de evitar que el presidente fuera un “rey sin corona”, un caudillo y ni siquiera un líder, sino un mandatario que, por cierto, en español no es el que manda, sino que ejerce u obedece a un mandato. Por estos días, como cada cuatro años, por sexagésima ocasión, en cada uno de los 50 estados, los votantes irán a las urnas para elegir a los compromisarios o delegados que a su vez escogen al presidente y vicepresidente del país. Como en cada ocasión, se trata de comprender el sistema electoral vigente, se comparará con el de otros países y se especulará acerca de su idoneidad.

Lo cierto es que la Constitución establece inequívocamente que el presidente sería electo por los estados o, si se prefiere, en los estados: cada estado designará, en la forma que prescriba su Asamblea Legislativa a sus compromisarios que se reunirán en cada estado… y mediante votación secreta, votarán por dos personas, una para vicepresidente y otra para presidente.

Las listas se remitirán al presidente del Senado quien, en presencia de las dos cámaras, abrirá todos los certificados y se procederá a realizar el escrutinio. Será presidente la persona que obtuviera mayor número de votos… Concluida la agotadora campaña electoral y efectuadas las elecciones, de modo festivo, lo cual es también exclusivo de ellos, los estadounidenses celebrarán al nuevo presidente.

Puede que los bailes, banquetes y desfiles estén sobrados de pompa, posiblemente recuerden la coronación de un monarca, pero es su modo de poner fin a la acritud de los debates electorales y un modo de votar por la unidad nacional que allí sigue siendo difícil de alcanzar. Según la mentada exposición: A nadie, la nación le exige tanto como al presidente que ha de tomar las decisiones más difíciles, realizar las negociaciones más complejas, dirigir las mayores operaciones militares y responsabilizarse con el bienestar del país.

Esta vez puede hacerse historia porque pudiera alcanzar la Casa Blanca una mujer, Kamala Harris, la cual cuenta con los méritos y las capacidades para tan alta función. Primero los ciudadanos y luego los compromisarios, decidirán lo que consideran mejor para su país. Es su trabajo.