Entre los aportes de sabios de diferentes escuelas a las Ciencias Sociales figuran los de orden metodológico. El principal de ellos es percibir a la humanidad como un todo resultante de la evolución orgánica y el progreso cultural.
Los mejores métodos incluyen el tiempo, el medio geográfico, lo casual y lo objetivo; así como la subjetividad que aporta la condición humana. Tal enfoque permite visibilizar los resortes del progreso general, principalmente el factor económico, ocultos por los intereses nacionales y de clases sociales, presentes en los procesos históricos.
A ellos se suman el fraccionamiento del tiempo en unidades de medidas (días, semanas, años siglos y milenios) así como las fronteras geográficas que, de modo ficticio, dividen a la humanidad, obstaculizando la marcha y la comprensión de los procesos globales.
Entre los más notables avances civilizatorios del último medio milenio figura la integración económica y cultural del mundo y el colosal trasvase cultural, tecnológico y lingüístico gestionado por los imperios coloniales que tuvo lugar a partir del siglo XV, propiciado la creación de estructuras globales, la principal de ellas el mercado mundial de mercancías, materias primas, tecnologías, saberes, biodiversidad, personas y dinero.
El tramo más dinámico del desarrollo económico y tecnológico europeo que discurre entre los siglos XV y XX disfrutó del aporte externo en forma de oro y plata. Según publicó National Geographic, citando al profesor Mark Carterwrigth de la Universidad británica de York: “Solo en el primer medio siglo de la conquista española, de las Américas, se extrajeron más de 50 toneladas de oro”.
A finales del siglo XVIII sólo de Potosí se habían embarcado a España 150 mil toneladas de plata. A este aporte habría que sumar el trabajo gratuito realizado durante cuatro siglos por no menos de 10 millones de esclavos africanos.
La toma de conciencia acerca del carácter global de la civilización trajo como consecuencia que entre las élites de países avanzados que, coincidentemente, eran también las potencias colonizadoras, surgieron los afanes hegemónicos y los proyectos de dominio mundial.
Pensadores avanzados concibieron tales procesos como resultado natural del desarrollo de las fuerzas productivas, base del progreso general, mientras algunos caudillos creyeron que el dominio mundial podía lograrse por la fuerza.
En ese empeño se destacó Adolfo Hitler, cuyo intento fue derrotado por una alianza internacional antifascista que agrupó a las potencias del momento: Estados Unidos, Unión Soviética, Gran Bretaña y China (nacionalista) a la que se sumaron, los países latinoamericanos y, aunque debido a la ocupación nazi, nada podían hacer, toda Europa y los pueblos colonizados.
Aquella alianza que rebasó los horizontes de las guerras, las ideologías y los intereses nacionales, fue la base de los históricos consensos alcanzados para, una vez derrotado el fascismo, instalar por primera vez un orden mundial basado en la paz y en la igualdad soberana de los Estados. Así surgió la ONU.
La creación de la ONU, sus agencias y las instituciones de Bretton-Woods, obedecieron a acuerdos que respondieron al espíritu unitario y solidario de un momento en el cual la humanidad resolvió tareas como la descolonización afroasiática con la aparición de unos 40 nuevos estados, la reconstrucción de Europa y de la Unión Soviética, el despegue de Japón y toda Asia, el colosal auge económico y progreso general de China, el renacer general de Rusia y la aparición de numerosas potencias emergentes.
Todo eso, y mucho más, se consiguió no porque el mundo se atomiza sino porque se cohesiona, no fue producto de la pugna con Occidente, sino del acercamiento con él y la formación de un entorno económico y político verdaderamente global.
Con dosis de desconcierto e improvisación, a partir del tsunami provocado por la remisión del Socialismo Real y el colapso de la Unión Soviética, en el 1991, la humanidad asimiló el proceso por el cual 11 países socialistas de Europa y Mongolia en Asia, se deshicieron de los gobiernos comunistas y retomaron el capitalismo. Lo mismo hicieron los 26 nuevos estados surgidos en los territorios de las exUnión Soviética y la exYugoslavia.
En aquel colosal reajuste, en cuestión de semana se disolvieron más de 100 partidos comunistas, algunos sumamente influyentes. La mudanza barrió con lo que se consideraban grandes organizaciones sociales de carácter internacional y orientación socialista y en realidad resultaron ser parte de una endeble escenografía que no sobrevivió a la pérdida de su sostén económico y político.
La asimilación de aquello que parecía una debacle civilizatoria demoró apenas 30 años en los cuales el mundo se recompuso sin afectar las instituciones básicas creadas en los años 40 del siglo XX. Se fortaleció la ONU y sus agencias, en particular la OMC. Los nuevos países y aquellos que habían formado parte del bloque soviético, se integraron a la corriente general.
Amparada en los colosales avances de la esfera digital, las tecnologías de la comunicación y la Inteligencia Artificial, la Ingeniería Genética y, en particular a las perspectivas de paz creadas por el fin de la contradicción Este-Oeste que había reinado en la Guerra Fría, la globalización conoció sus mejores momentos.
De pronto, el ambiente se enrareció y roces e incidentes políticos de menor entidad ocurridos entre Rusia y Ucrania escalaron hasta derivar en 2022 en una guerra en gran escala con ocupaciones territoriales y confusa identidad, que agrede profundamente realizaciones alcanzadas por la humanidad, incuba el repudio a Occidente, promueve el enfrentamiento de civilizaciones, siembra vientos y reiteradamente amenaza con las armas nucleares, invocando una especie de holocausto.
Detener la globalización y auspiciar conflictos entre civilizaciones por medio de la guerra, es más que luchar contra uno o varios países, porque es luchar contra la civilización. Sinceramente espero que se detengan. Nadie puede hacerlo. Depende de ellos.