
Con frecuencia nos encontramos con denuncias de hechos bochornosos, ilegales, que ofenden la dignidad humana, aceptados por quienes los cometieron o que hacían parte de las comunidades, grupos o partidos políticos directamente involucrados, sobre los cuales se pide perdón y se ponen como ejemplo de nunca jamás. Pero, desafortunadamente, esas denuncias y golpes de pecho llegan cuando ya no hay sanción legal que los cobije y el paso del tiempo ha desdibujado la enormidad del horror.
Hace unos días, un antiguo militante guerrillero de las exFuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), que se desmovilizaron mediante un Acuerdo de Paz con el Gobierno, contó en un medio periodístico colombiano que a raíz de ese hecho se promovieron muchos actos de acercamiento entre antiguos enemigos para buscar con ello la generación de una cultura de paz.
Cuenta este memorioso que la Comisión de la Verdad, que se creó como producto de ese Acuerdo de Paz, armó espacios de encuentro entre exguerrilleros y exmilitares buscando que aprendieran a verse como antiguos adversarios y no como enemigos que llevaron sus diferencias hasta el enfrentamiento armado. Dice que en esos encuentros todos hacían el recuento de sus vidas buscando puntos de coincidencia en sus historias y que, en relación con el tema de las torturas, los exmilitares decían que las veían como normales cuando las practicaron.
Las justificaban diciendo que en su entrenamiento en Panamá con instructores militares de Estados Unidos les inculcaban la tortura como medio legítimo para luchar contra el enemigo comunista y que así la asimilaron sin ningún reato de conciencia porque nunca pensaron que estuvieran haciendo nada indebido.
Reconocían allí eso que siempre negaron en los tiempos en que la Escuela de Caballería en Bogotá se convirtió en un centro de tortura. Consideran que el paso del tiempo les permite aceptar eso como una anécdota que ya no les acarreará penalidad ninguna. En aquellos tiempos se justificaba con el honor militar y la lucha por la democracia: “Aquí defendiendo la democracia, maestro”, le respondió a un reportero el entonces coronel Alfonso Plazas Vega subido en un tanque mientras dirigía la retoma del Palacio de Justicia luego de la absurda toma que había hecho el M19. Muchos años después, el coronel fue condenado por homicidios y torturas cometidos en esa acción porque se comprobó que personas, entre ellos magistrados, que fueron filmados saliendo con vida del Palacio, parecieron después dentro de él como si hubieran muerto allí durante el enfrentamiento.
Pero ya en la distancia todos pueden reconocer culpas, como ha hecho el Estado colombiano cuando ha pedido perdón por tragedias que permitió, o en las que directamente participó, como el genocidio de la UP, con más de 5 mil muertos, según reconoció la Justicia Especial de Paz (JEP). Pide perdón un presidente que no estuvo involucrado en los hechos porque ocurrieron antes de su periodo. Tiene un valor de constatación, pero lo hace un presidente que no tuvo ninguna participación en los hechos y no puede ser considerado responsable por ellos.
Por su parte, la guerrilla también ha reconocido sus crímenes y pedido perdón sólo después de que, tras su desmovilización, las víctimas han demostrado los sufrimientos que les ocasionaron. Pero mientras estaban en armas negaron aún ante la evidencia su participación en el narcotráfico y en casos de secuestro y reclutamiento de menores.
También pidió perdón el Estado por la masacre de Trujillo, ocurrida entre el 1988 y el 1994, con más de 300 víctimas. En el 2016, el ministro de Justicia de la época, atendiendo una solicitud de la Comisión Americana de Derechos Humanos, pidió perdón a las familias de las víctimas. Valioso y necesario reconocimiento, pero lo hizo un ministro inocente y demócrata, y no tuvo la misma carga de sanación que habría tenido si la hubiera hecho un funcionario que hubiera estado en ejercicio de sus funciones en los tiempos de la masacre.
Tal vez porque todavía el tiempo no la ha cubierto con su pátina, el reconocimiento de participación de Fuerzas estatales no ha abarcado a la de miembros activos de la Fuerza Pública en las masacres con que los paramilitares arrasaron poblaciones enteras y obligaron a los campesinos a dejar sus tierras que, de inmediato, cambiaron de dueño. La Justicia de Paz y la Comisión de la Verdad han descubierto ese horror, pero todavía no ha habido un presidente de la República que pida perdón por ese despojo criminal.
Ya la lucha no es contra el comunismo que se atribuía a las organizaciones guerrilleras porque por muy anticomunistas que sean sus enemigos a nadie se le ocurriría pensar que las guerrillas que sobreviven tengan esa ideología. Ni ninguna otra.