José Miguel Rosado Pat
Se han cumplido seis meses de mi arribo a la ciudad sagrada de Izamal. En este tiempo he podido recorrer sus calles, parques y sitios emblemáticos. Poco he visitado los alrededores; el trabajo y los quehaceres cotidianos me lo impiden. Pero pronto hallaré el modo y la compañía adecuada.
También he podido convivir con su gente, de la que solo he recibido un trato amable y generoso. A Izamal me unen recuerdos y sucesos especiales de mi vida, comenzando por mi abuelo Alberto [Pat López], inspirado trovador oriundo de ese municipio que, año con año, llevaba serenata a la Virgen cada 8 de diciembre. Crecí en contacto permanente con la fe católica, incluso fui acólito. En más de una ocasión visité la casa franciscana y el claustro del Convento de San Antonio de Padua. Guardo la imagen de un atrio inmenso, era la percepción de un niño de ocho años que iba a vender casetes y agendas para recaudar fondos de una congregación de religiosas a la que se unió una de las hermanas menores de mi madre. A ella, a mi tía, recuerdo haberla acompañado a la casa de las Hijas de la Genaro Rodríguez; me encontraba lo bastante cansado de la venta. Me senté en uno de los sillones de la sala y, al quedarme dormido, caí sobre unas figurillas de porcelana que habían sido delicadamente acomodadas en uno de los extremos de dicho mueble. No sobrevivió ninguna. Siempre recuerdo el comentario de una de las monjas cuando pretendí ofrecer una disculpa, “no te preocupes, es como que yo vaya a tu casa y tire la vajilla entera”. Poco me importó en ese momento pese a estar, sumamente, apenado.
Siempre tuve libros a la mano en casa. A muy temprana edad conocí la poesía y la música de los autores yucatecos. Uno de ellos, en especial, captó mi atención al escuchar el que es, para mí, el poema patrio más bello que se haya escrito en el siglo XX, El Credo, de Ricardo López Méndez. Hasta hoy, lo leo cuando los ánimos decaen, cuando siento que la esperanza se aleja del México actual y los esfuerzos individuales junto con ella. López Méndez nació en Izamal. Un poeta en toda la extensión de la palabra, tan universal como su obra. El centro cultural, una escuela secundaria y un preescolar llevan su nombre, y un busto junto con una placa de bronce destaca en la fachada de la casa donde nació.
Diecisiete años después regresé para inaugurar una exposición del pintor y antropólogo Marcelo Santos, oportunidad que fue aprovechada para designar un espacio de la Casa de la Cultura con el nombre de “Sala de Arte Edmundo Bolio Ontiveros”.1 Al año siguiente, el 18 de noviembre de 2017, salí rumbo a un municipio no muy lejano a Mérida. Sin embargo, mi falta de conocimiento de la carretera y el haberme distraído durante el trayecto, causaron me siguiera de largo. Tal vez dormité, no lo recuerdo con fidelidad. Lo único claro en mi mente son las vueltas y el sonido del automóvil golpeándose contra las rocas. El vehículo quedó destrozado. El accidente se registró en el desvío que se toma para subir al puente de Hoctún y tomar rumbo hacia Izamal. ¿¡Quién iba a decir que viviría ahí, un año más tarde?! Vivir en Izamal ha sido gratificante e interesante. Estoy observando de cerca otra realidad de Yucatán que, en poco, se asimila a la de Mérida.
De manera pacífica se desarrolla la vida en los poblados de Yucatán. Se vive una paz social como en ningún otro lugar de México. En estos tiempos en los que el país se encuentra sumido en una crisis de violencia y crueldad extremas, Yucatán se erige como el paraíso mexicano. A los yucatecos nos queda cuidar el paraíso, protegerlo y alentar todo lo que abone a la prosperidad de los nuestros.
Izamal es el pueblo mágico del Mayab. La conservación de sus fachadas, la homogeneidad de su arquitectura y sus espacios con poca intervención urbana le dan un aire de principios del siglo XX. En Izamal pareciera vivirse en otra época, me dijo un amigo originario del hermano país de Argentina, “si no se mantuviera así, sería otro San Miguel Allende”. Y, tal vez, el hermano latinoamericano tenga parte de razón, Izamal parece estar congelado en el tiempo. La experiencia de visitarlo es diferente a la de visitar otros pueblos mágicos o, por lo menos, dista de la experiencia atiborrada de comercios, que se disfraza de turismo cultural.
Sin embargo, la ciudad necesita inversión pública y privada, pues salvo un reducido grupo de personas que controlan la propiedad, el transporte y los servicios, el grueso de los habitantes vive en condiciones de pobreza. El problema no es que luzca como de otro tiempo, sino que la apariencia sea también el fondo. Si verse como inicios del siglo XX equivale a vivir en condiciones similares a dicho tiempo, significa que hay mucho por hacer por la comunidad y sus habitantes. Los problemas de las comunidades son la muestra de los grandes problemas nacionales. Los monopolios no traen bienestar, el pensamiento en solidaridad sí. En ese tenor, me declaro listo para contribuir en aquello donde así puedan considerarlo los izamaleños, para quienes solo tengo gratitud y amistad.
Nos leemos en este espacio, en el periódico de la Dignidad, Identidad y Soberanía, el único que narra la vida de los municipios de Yucatán.
1 Véase la nota publicada por David Collí en la página 12, de la sección Yucatán de la edición impresa del periódico POR ESTO! de fecha lunes 7 de agosto de 2017.