VALLADOLID, Yucatán, 22 de mayo.- El martes 23 de mayo del año 2000, ocurrió el deceso de mi madre, la profesora Mildred Aguilar Bates de Escalante.
Con seguridad el día más triste de mi vida. Sin embargo, no puedo decir que haya muerto si está en cada recuerdo de familia, en cada dulce nota que se toca sobre su piano, ese que suena aún todas las tardes como aquellas tan llenas de nostalgia en la sala de la casa vieja.
Ella se aparece cada vez que un sillón se mece; ahí está siempre su esencia y también en los olores de las ollas junto al fogón y en cada oración que hago a Dios pidiendo por su eterno y feliz descanso.
La fecha de su partida me remonta, cada año, a esos fatídicos momentos en que la vi dormida dentro del frío féretro blanco y me hace imaginar de nuevo la transición de ese viaje eterno que me hará, seguramente, volver algún día junto a ella.
La noticia de su muerte me destrozó literalmente el alma, no podía creer ni imaginar que la joven abuela se iba bastante a prisa, sin despedirse de sus adorados pelirrojos que lloraron también su partida.
El aroma de las flores que circundaban aquella sala mortuoria, improvisada en el comedor de la casa y el trajín del velatorio entre cálidos abrazos de tantos amigos y conocidos hicieron menos doloroso ese funesto ritual.
La noche transcurrió muy lenta y dentro de ese inusual cansancio e inmenso dolor recuerdo a mi padre llorar desconsolado junto al quicio de su recámara.
Aquel don Manuel, tan fuerte ante tantas adversidades vividas, esa madrugada no resistió y lloró también la muerte de su amada.
Una llamada telefónica desde España, sonó también muy triste. Manolo no daba crédito a la noticia. – ¿Es verdad, Pillo? –Me repetía una y otra vez. Aquí, Rita Flor, intentaba imaginar cómo sería la vida sin ella. Dolorosa y triste para todos nosotros como hasta hoy.
Al fondo y en un rincón de la terraza, el maestro Pánfilo Novelo Martín, cronista de la ciudad, intentaba trazar algún esbozo sobre la vida de la maestra.
Quería escribir mucho y no podía, me decía. Los tiempos de juventud en la secundaria vinieron a su mente y me platicaba lo hermosos que habían sido esos años de estudiante junto a su compañera de escuela.
–¿Habrá homenajes?- me preguntaban. No eran necesarios, se habían dado en vida cuando se cantaban aquellos himnos escolares de su autoría; con los nutridos y cálidos aplausos en cada audición-examen de sus alumnos de la academia de piano y al finalizar también cada poema declamado tan magistralmente y con esa emotividad tan propia en ella o, al recibir alguna presea o reconocimiento a su fructífera vida profesional y artística Esos fueron los más cálidos homenajes para ella.
Los versos que escribió para ella su afligida prima Teté Mendoza, los guardo con inmenso cariño: Quiero parecerme a ti, porque tú eras/ certidumbre en el acaso/ eras triunfo en el fracaso/ eso eras tú…
El amanecer del 24 fue más doloroso aún, había que esperar el triste y definitivo adiós. Los amigos se contaban por cientos y ya en la casa no cabía ni uno más.
Las coronas de flores hacían ver la improvisada capilla ardiente cual aromado jardín; infinidad de aromadas flores se mezclaban con el olor a café y los cánticos de las rezadoras, que con honda tristeza y entrecortados lamentos, sonaban sin cesar pidiendo por su alma y su descanso.
El cortejo dejó lo que había sido su hogar por tantos años y se enfiló hacia la Casa de la Cultura, espacio por el que tanto luchó ante las autoridades para su apertura y donde se le dedicó, con sencillo y solemne protocolo, un breve repaso de lo que ella había dejado, como legado a su tierra natal.
El dulce “Te quiero” de Mario Benedetti, con un coro de afinadas voces, sonó y me caló los huesos y las entrañas:
Si te quiero es porque sos/ mi amor, mi cómplice y todo. /Y en la calle codo a codo/somos mucho más que dos.
Cuántas lágrimas se vierten al ver partir a una madre, cuánto dolor te invade ante esa herida que nunca sana, pero en medio de esos lamentos y tantos sufridos días lo único que te da consuelo es saber que pudiste apreciar su infinito amor a través de tantos e imborrables recuerdos, consejos e interminables regaños que ella nos daba con la seguridad de hacernos hombres de bien.
Llegar al camposanto fue lo más difícil, no pensé soportar esa despedida. ¿Cómo podría dejarla ahí bajo unas lápidas lúgubres y frías permitiendo que la oscuridad cayera sobre ella?
En esos momentos uno muere también y parte de mí, se quedó con ella esa triste tarde para siempre. Agradecí a cada uno de los que nos acompañaron, por su inmenso cariño hacia Mildred, mi inolvidable madre, fui muy claro al expresar, mi gratitud por haber asistido a su “fiesta” de despedida, ya que ella siempre repetía, que donde Dios estaba, había fiesta, y eso es lo que yo sentí aquella ya lejana tarde: la presencia de Dios en ese doloroso y “festivo” momento.
Se quedaron conmigo grandes lecciones, inolvidables recuerdos de una mujer que supo dar bondad y cariño derramados por tantos lugares y para tanta gente.
Su aquilatada nobleza le permitió ser respetada y admirada por todos aquellos que la conocieron y su mundo siempre giró en los salones y el patio de su escuela; en la sala de su casa junto al piano.
En las actividades de sus grupos apostólicos en San Servacio; en cada uno de los eventos culturales que organizó; en la tranquilidad de su hogar junto a los suyos y, sobre todo, en la serenidad de su pausado andar por las calles de una ciudad a la que le dio tanto y de quien recibió lo mismo.
Son 19 años ya sin disfrutar su dulce mirada, su voz, su sonrisa, su hermoso rostro y maternal compañía; los mismos años en que sus hijos ofrendamos, en cada tarea y proyecto, el orgullo de haber tenido una madre como ella.
Aquel 23 de mayo se despidió mi madre y aun suena en mis oídos ese himno que me dice: “Tu boca que es tuya y mía/ tu boca no se equivoca/ te quiero porque tu boca/ sabe gritar rebeldía…
(Leonel Escalante Aguilar)