Cuando el rey Carlos IV era el joven príncipe de Asturias, le dijo a su padre, el emperador Carlos III:
–Padre, los príncipes y reyes somos los hombres más afortunados, pues a diferencia de los plebeyos no estamos expuestos a las infidelidades de nuestras esposas, ya que nunca podrían encontrar a nadie superior a nosotros.
El monarca lo miró fijamente a los ojos y le dijo: