Con un concierto de trova hispanoamericana, la cantante yucateca Lizza Rodríguez Cortés retornó recientemente a los escenarios con el compromiso de refrendar la función sustantiva reservada a los verdaderos artistas: comunicar, despertar emociones y enriquecer el espíritu de sus semejantes.
Lizza (Mérida, Yucatán, 1973) resalta que es heredera de una rica veta creativa pues proviene de una familia de gente sensible: su madre Ileana Cortés Alayola es una reconocida intérprete, en tanto que su padre, Arístides Rodríguez Rodríguez, es compositor. Además, su abuela, la pianista Beatriz Alayola y Duarte, tocó como solista para la Sinfónica de Yucatán; su abuelo Orlando Cortés Alpuche fue un destacado pedagogo. Su tío Aarón fue integrante de los Golden Jets. También me dice que ha aprendido mucho de su compañero Ricardo Quiroz Rivas, pianista y director musical.
—Cuéntame cómo fue tu niñez y dónde transcurrió.
—Soy la mayor de tres hermanos; mis hermanos se llaman Israel y Abraham. Todos nacimos en el Fraccionamiento del Norte. De niña hicimos, junto con mis primos y mis amigas y amigos, muchas diabluras; tuvimos asimismo la oportunidad de pasar vacaciones en la playa, algo que nunca se me olvida.
—¿Dónde estudiaste?
—Tuve formación monjil: estudié primaria y secundaria en el Teresiano. Con el paso del tiempo he aprendido a reconocer algunas cosas que ocurrieron en ese colegio que influyeron en mi formación. Por ejemplo, la famosa campaña de la fraternidad que organizaban las religiosas en las que nos ponían a hacer cosas que normalmente no haríamos.
—¿Cómo cuáles?
—Como despiojar chamacos en la casa cuna del DIF. De la labor social que desarrollábamos en el Teresiano se me quedó eso de ver por las otras personas, de ver por los demás. En esa época las monjas trataban, a pesar de que era un colegio de personas que en su mayoría tenían recursos económicos, de mantenernos con los pies en la tierra; ellas te ponían en contacto con la realidad de la mayoría de gente que carecía de privilegios. Sí, creo que me marcaron de alguna manera en eso de servir a los demás.
—¿De qué maestras o compañeras te acuerdas?
—Recuerdo a todas mis compañeras porque las tengo en un chat, gracias a la tecnología. De las maestras hubo una en sexto grado que recuerdo. Yo era una “niña problema” porque era terrible, desafiaba a los maestros. Un día esa maestra me llamó para platicar. Yo le dije que siempre había tenido problemas con los maestros. “Pero eso no quiere decir que los vas a tener conmigo”, me respondió y me dejó impactada. Y, efectivamente, no los hubo. Eso me cambió. También me acuerdo de Ana María Guerrero, que era directora de la secundaria, quien nos hizo ver nuestra suerte a las alumnas, pero que enseñaba muy bien.
—¿Qué música escuchabas cuando eras niña?
—Mis hermanos y yo crecimos con Cri Crí; mi mamá, que se dedicaba a cantar, nos ponía canciones de Alberto Cortés. Se lo agradezco muchísimo porque no habría tenido tanta sensibilidad de no haber escuchado a Cortés. También nos ponía canciones de José José, Marco Antonio Muñiz, Timbiriche; en general, música popular mexicana y en inglés.
—¿Cuándo descubriste tu vocación por el arte?
—Comencé a tomar clases de canto a los nueve años con la maestra Mimí Bolio; doña Mimí daba clases de canto a todo Mérida y estaba ocupada todo el día. Su primera clase era a las 7 de la mañana y sólo interrumpía su jornada cuando decía: “Voy a tomar mi alipuz con mi marido”. Desde chica, mi mamá me animaba a cantar en las reuniones familiares, pero yo me resistía. Empecé a hacerlo cuando se acabó la presión familiar.
A los 14 años varias de las estudiantes teníamos nuestro cochecito y hacíamos ronda; a la una y media ya estábamos en nuestras casas, pero a las tres y media pasábamos por la palomilla y a bordo poníamos nuestros casetes con música de rock y rock pop, por ejemplo de Bon Jovi, que habíamos grabado previamente.
—¿Qué estudiaste, además de música?
—Estudié periodismo en el Instituto de Estudios de la Comunicación de Yucatán (IECY) y un semestre en la Universidad de las Américas en Puebla. En el IECY teníamos muy buenos maestros y la directora era una persona con discapacidad que siempre soñó con tener una escuela. El plantel fue muy bien planeado, desde el edificio adaptado a las necesidades de personas con discapacidad motriz. Teníamos docentes espectaculares: Eduardo Tello Solís, Gerardo Rodríguez, Matilde Kalfon, Jorge Iván Rubio, Nancy Walker, mi sensei (maestra), a quien admiro y quiero mucho. Cuando egresé hice mi servicio social y mis prácticas profesionales en una revista local y en una estación de televisión. En la revista cultural Mérida Viva publiqué algunas crónicas, reportajes y artículos, pero fue todo lo que hice en materia periodística porque luego me dediqué enteramente a cantar. En 1993 empezamos a montar repertorio con Ricardo Quiroz y trabajamos en hoteles, restaurantes, bares del mediodía, cantamos en misas, etc. También estudié un posgrado en gestión cultural.
—¿Dónde fue tu primer concierto?
—Como solista fue en el Olimpo en 1999. Fue un concierto de chile, dulce y manteca. Me acuerdo que metí una canción clásica—una parte del Alleluya de Mozart— en medio de música popular. A doña Mimí Bolio no le gustaba que yo cantara música popular, sino repertorio clásico con mi voz de soprano. En la vida real trataba de compaginar mis dos facetas –la clásica y la popular— pero se me hacía complicado. La gente que asistió a mi primer concierto fue muy amable y me aplaudió. Fue algo raro.
—¿Con cuáles otros maestros has tomado clases?
—Tomé algunas clases con Zuleika Díaz; en el CEMUS, estudié historia de la música con Enrique Martín Briceño; Germán Romero me dio clases de educación auditiva; fui copista de Ricardo Quiroz; tomé teoría musical con Lázaro Delgado, que es maestro y también vocalista de Yahalcab; con Verónica Ituarte, jazzista, entre otros. Estuve tres años como vocalista del Grupo Taxco, que me sirvió para perder el miedo porque, aunque no lo aparento, soy una persona muy tímida. También he interactuado en muchos proyectos con varios compañeros, como Pedro Carlos Herrera, Juanito Valdés, Emilio Rosado, María San Felipe, María Moctezuma, con bajistas, percusionistas, violinistas...
Con un grupo de amigas y amigos integramos La Fábrica Bohémika, que luego se transformó en el Grupo Los Bohémikos: Sergio Moreno, Gabriela García, percusionista de Tania Libertad en una época su vida; Paola Cochegrus, Paulina Novelo y yo. Ahora únicamente somos tres en el grupo, al que se unió Regina Carrillo. En ese grupo mezclamos rock, pop, guitarras, claves, percusiones, tunkul, palo de lluvia, etc.
—¿Cómo llegaste a la música latinoamericana, al canto nuevo?
—Me llegaba lo más popular de esta tendencia, como las canciones “Breve espacio”, “El Unicornio”… Un día, un compañero del Grupo Taxco que me escuchó cantando algo de ese estilo, me regaló un casete que tenía canciones de Mercedes Sosa, Pablo Milanés, Silvio Rodríguez, Juan Manuel Serrat y otros y me encantó. Se lo agradezco porque fue como mi primer acercamiento formal a esa música. Había compañeros que estaban metidos en lo mismo y me invitaban a otros proyectos y así fui conformando mi repertorio.
—¿Cómo seleccionaste los números del concierto del 17 de mayo pasado, que fue casi íntimo y, por ello, de un alto impacto emocional para los que tuvimos el privilegio de asistir?
—Elegí canciones que significan mucho para mí y que me encantan. Fue como el cierre de un ciclo y la apertura de una nueva fase. Hacía más de un año que no había hecho un concierto. Tienes razón al señalar que fue un concierto muy fuerte, muy significativo; mi idea era grabarlo en video para lanzarlo en algunas redes. Procuré un balance, un cierto ritmo en las obras que interpreté. Cuido mucho la curva emocional de la gente y la mía también. Eso requiere planeación. Además de que hay que dominar el natural nerviosismo que precede a toda presentación. Si no lo logras puedes naufragar en el intento.
[En ese concierto, en el que el público aplaudió sin regateos cada número, Lizza interpretó “Yo vengo a ofrecer mi corazón”, de Fito Páez; “Te quiero”, de Mario Benedetti y Alberto Favero; “Ojalá”, de Silvio Rodríguez; “Si quisiera hablar con Dios”, de Gilberto Gil; “La maza”, de Silvio Rodríguez; “Alfonsina y el mar”, de Ariel Ramírez y Félix Luna; “Canción con todos”, de César Isella y Armando Tejada Gómez; “El piano de Genoveva”, de López Velarde y David Haro; “No me llames extranjero”, de Rafael Amor; “En México”, de Chava Flores; “Lucía”, de Joan Manuel Serrat; “Canción de las simples cosas”, de César Isella y Armando Tejada Gómez, y “Vuela y canta por México”, de Angélica Balado y Fernando Leal. Como encore, “La bruja”, de José Gutiérrez y los hermanos Felipe y Marcos Ochoa. La acompañaron en las percusiones, Felisa Estrada; en el contrabajo, Darwin Valencia, y en el piano y dirección musical, Ricardo Quiroz).
—¿Por qué en la Galería El Caimito?
—Los dueños de la galería, Rosy Castillo, José Luis Rumbo García y su hijo Yail, son personas muy cercanas, muy queridas. Ellos sabían que yo quería hacer algo para retomar el canto. Teníamos esa idea. Además ese día, el 17 de mayo era mi cumpleaños y también era La Víspera de la Noche Blanca. Así que se conjugaron varias cosas y lo hicimos allí.
—¿Cómo te sentiste esa noche?
—Estaba muy nerviosa pero al mismo tiempo contenta; después del evento, me sentí más relajada. Cuando tengo concierto, trato de tener todos los detalles resueltos, a fin de estar tranquila para concentrarme y poder proyectarme. El posconcierto fue como si me hubiese atropellado un camión; necesité un día para recuperarme. Pero la noche del concierto fue como una catarsis, estaba contenta de ver a la gente que fue a escucharme, a gente conocida; siempre es padre ver a tu familia y amigos, pero realmente lo que más te satisface es ver público al que no conoces pero que aprecia o le gusta lo que haces.
[Vale la pena resaltar que esa noche, la Galería El Caimito resultó insuficiente para albergar al numeroso público que se dio cita en el evento]
—¿Tienes alguna otra grabación?
—Tengo un disco solista que grabé hace más de una década: un disco muy bonito con canciones de compositores contemporáneos yucatecos, como Angélica Balado, Fernando Leal, Felipe de la Cruz, José Antonio Ceballos, Ramón Triay y de mi papá… En el disco de Los Bohémikos, que se grabó en el estudio de Sergio Aguilar Vega, también colaboré; hace seis meses grabé un disco con canciones de mi papá, en la que también intervinieron mi mamá y mi papá.
—¿Qué hace falta para promover más a los talentos locales?
—Todos los que nos dedicamos a estos lo sabemos y lo hemos vivido: nos desgastamos por competir por los escasos presupuestos públicos porque la mayoría lo espera todo de papá gobierno. A través de la asociación civil Creatoria, que surgió en 2016, y con recursos propios, empezamos un programa muy ambicioso de conciertos, cursos y talleres denominado “Creadoras”, que está enfocado en mujeres que se dedican al arte. “Creadoras” pretende capacitar a las cantantes para que aprendan a elaborar un portafolio profesional. Es decir, que cuenten con una buena sesión fotográfica, con una buena grabación, con un video de calidad, para poder vender sus conciertos, dentro y fuera del país. A través de un convenio con las Universidades Anáhuac Mayab y Marista, logramos cubrir 15 conciertos con el apoyo de estudiantes en su etapa de servicio social. Es básico tener un portafolio profesional para que la gente pueda conocer y valorar tu trabajo. El propósito es colocar toda esta información en un micrositio. Muchas personas preguntan si se puede vivir del arte. Claro que sí, si sabes autogestionarte, si tienes la idea de profesionalizarte. Se necesita gente que te pueda conectar con la parte sensible, espiritual de tu ser. Si nadie se dedicara a la cultura y al arte seríamos muy pobres como personas. Alguien tiene que hacer esa tarea.
Lizza posee de sobra talento y disciplina y con generosidad ha decidido compartir con el público su espléndido arte del canto. La felicitamos y nos felicitamos por su feliz retorno a los escenarios.