Debido a que los animales del monte suelen visitar las milpas para comer sus frutos, muchos agricultores tradicionales acostumbran sembrar un árbol –una madera, dicen ellos– en un punto situado estratégicamente, para subir en las noches a espiar el momento en que entren y cazarlos.
De ese modo el agricultor, transformado en cazador, protege su siembra y además obtiene carne fresca para alimentar a su familia. Sin embargo, en las tierras yucatecas cazar animales silvestres tiene sus riesgos, lo que se pone en evidencia en esta historia preservada oralmente que nos contó un guardián de tradiciones, Rodolfo Gildardo Puch Valencia, el más joven sacerdote maya, cuyo encargo es preservar la información que le confían otros sacerdotes mayas de mayor edad:
"En estas épocas el venado entra a la milpa a comer las flores tiernas de la calabaza y otros sembrados y retoños que ha cuidado el milpero, por eso hubo uno de ellos que, al ir a limpiar de maleza sus sembrados, vio las huellas de pisadas dejadas la noche anterior por uno de esos animales. Entonces decidió esperar la tarde para subirse al árbol-vigía armado con su escopeta".
Estuvo así varias horas hasta que a la luz de la luna descubrió al animal que venía por el camino. Era muy grande, con una alta cornamenta, y venía directo a la milpa. El hombre esperó contento y apenas lo vio entrar jaló el gatillo, pero en vez de verlo caer, vio que el bello ejemplar alcanzó a huir.
Disgustado, bajó rápidamente a tierra y, pensando en rematarlo, empezó a seguirlo por el monte, pues bien sabía que, aunque hay venados con suerte a los que nunca se les atina, hay otros que una vez heridos se mueren monte adentro y nadie los aprovecha.
Avanzó corriendo por aquella brecha donde lo vio desaparecer, y se animó al descubrir rastros de sangre, pero por más que avanzaba no tenía suerte. Un rato después, sintiéndose repentinamente fatigado, pensó que tantas horas de espera le hicieron mella y que si su presa se había metido a lo más profundo del monte no iba a ser fácil encontrarla.
–Otro día lo encuentro –se dijo, y enfiló sus pasos a su casa, pero estaba lejos y antes de llegar empezó a sentirse mareado. Luego de mucho caminar llegó por fin, y al abrir la puerta, su esposa le dijo con asombro:
–Mira cómo vienes sudando, ¿corriste mucho?
–No, si venía despacio.
Tocándole la frente, la señora afirmó:
–Tienes calentura.
Entonces el frustrado cazador se acostó y no se volvió a parar en tres días, porque la fiebre lo consumía.
Avisada su familia, llegó su padre, quien sabiamente lo interrogó:
–Dice tu mujer que le tiraste a un venado, ¿cómo era?
–El más grande que he visto. Con unos cuernos muy altos. Muchos de los que he cazado eran sigilosos, dudaban de asentar los cascos, pero éste andaba como si fuera el dueño del camino, como si no tuviera miedo. Casi vino directo hacia mí.
–Humm, muchacho, te faltó experiencia, porque no le tiraste a cualquier animal, sino a un buen aire. Voy a llamar al X-Men (sacerdote maya), porque lo que tú tienes no lo cura el doctor, sino un hombre de conocimiento.
En su visita, el X-men escuchó el relato y, luego de mirar sus sastunes (piedras o canicas adivinatorias), le dijo:
–Lo que tú viste no era un venado común, sino el caballo del Aruxk’at, el guardián de la milpa, que en ese momento estaba recorriendo sus dominios. Él Aruxk’at, el aluxito, es el protector y verdadero dueño de estos montes que nos presta el Creador de Todo. Vino a tu milpa como un jinete montado en su caballo para supervisar el maíz, pero vino a ayudarte a que crezca bien y tú, en vez de que le agradezcas, le disparas. Seguramente heriste al señor aluxito y al caer te vio. Tú no lo viste, pero él sí te vio. Por eso recibiste esta enfermedad como castigo. Ahora hay que curarte, pero antes tienes que pedir perdón a los dos: al señor Aruxk’at y a la madre naturaleza.
De inmediato llevaron al hombre junto a un árbol del balché, lo santiguaron, le hicieron una limpia con ramas de Dzibché y se tuvo que arrodillar para pedir perdón cuatro veces. Después lo llevaron a su hamaca, durmió toda la noche, y despertó completamente curado.
Esta historia, nos dijo Rodolfo, que se cuenta por los rumbos de Oxkintok, es verídica.
Por Roberto López Méndez