Yucatán

La televisión de los 60

Leonel Escalante Aguilar *

Técnicos de la época

Mi padre, Manuel Escalante Sosa, dedicó muchos años de su vida a un oficio que no era muy común en Valladolid por la década de los 60 del siglo pasado, cuando llegaron a nuestra ciudad los primeros televisores en blanco y negro. Ser técnico en electrónica le hizo viajar a la hoy Ciudad de México a prepararse, años antes de contraer matrimonio con mi madre en 1962. Tiempo después eran comunes los viajes a cursos de electrónica moderna y a adquirir piezas tales como bulbos o diagramas que le servirían para su trabajo. Los televisores funcionaban a base de bulbos de diferentes tamaños y eran una especie de válvulas o bombillas que en el televisor emitían un haz constante de rayos catódicos (una corriente de electrones) que chocaba contra una pantalla de vidrio (cinescopio) que contenía fósforo y plomo, componentes por cierto, bastante peligrosos.

La señal de TV era analógica y consistía en la emisión de señales eléctricas que se recibían o eran aterrizadas por medio de una antena. El cinescopio tenía una carga pesada de plomo, por eso eran grandes y pesados los aparatos de ese entonces. Marcas conocidas de esa época fueron Phillips, Majestic, Zenith, Philco y RCA y algunas eran distribuidas en Valladolid por Comercial Moisés, de Jorge Moisés Elías –el querido tío Chino- en la calle 39 y un establecimiento muy conocido también a cargo de don Rubén Ayora Talavera sobre la calle 40, muy cerca de la plaza principal. En ambos lugares mi padre fue, durante algún tiempo, el técnico responsable de revisar los aparatos antes y después de su comercialización considerando que tuvieran alguna falla desde su fabricación.

¡La maravilla de la televisión es desde hoy una magnífica realidad en México! ¡En la historia del hogar mexicano empieza en este día una nueva era! Anuncio de la compañía RCA Víctor del 1 de septiembre de 1950. En nuestros modestos hogares era más común el uso del radio, ya que era un aparato más popular y sobre todo económico. Tengo aún muy viva la imagen de ver a mi abuelo Jacinto sentado en su vieja mecedora en un rincón junto al balcón de la sala, escuchando todas las tardes hermosos boleros en la voz de inigualables tríos de la época. Bueno, pero cuando llegaron esos primeros voluminosos aparatos de televisión a las familias vallisoletanas, la vida nos cambió a todos. A través de ellos pudimos observar el alunizaje del Apollo II en 1969, los Juegos Olímpicos, funciones de box y emocionantes partidos de béisbol, series y telenovelas y lo que los niños disfrutábamos más, sin duda, eran las divertidas caricaturas y programas propios de nuestra edad como Popeye el marino, Tom y Jerry, La pantera rosa, El pájaro loco, los Domingos con Chabelo entre otros divertidos espacios infantiles.

Son muchos los recuerdos que guardo de ese trabajo que mi padre realizó por tantos años y que le hacía ocuparse durante prácticamente toda la mañana y parte de la tarde en su taller, organizado en un rincón de una recámara de la casa, donde en una mesa llena de pinzas, desarmadores y otras herramientas, cajas de bulbos (más adelante transistores), el cautín o pistola para soldar y un espacio donde cabían infinidad de aparatos de televisión que al no poder revisarlos en el domicilio de sus clientes eran llevados a nuestra casa para su reparación adecuada. Mi curiosidad de niño me hacía pararme junto a él y observar lo paciente y dedicado que era al revisar esa caja llena, para mí, de cosas extrañas. Estos pequeños cables deben separarse de estos otros para evitar un corto circuito, me decía mientras soldaba con la pistola insignificantes piezas con la precisión de un doctor en plena cirugía. El olor característico de ese cordón o alambre para soldar al hacer contacto con el cautín, lo guardo aún en mis registros olfativos de esos ayeres.

Lo más emocionante, por todas aquellas inolvidables aventuras vividas junto a él, era acompañarle y ayudarle a la instalación de aquellas antenas aéreas que, en la década de los setentas fueron muy solicitadas. Con ellas se lograba una mejor recepción de la imagen aunque su colocación tuviese, a mi juicio, un alto grado de dificultad y peligrosidad, ya que había que elevarlas entre 8 y 10 metros considerando también lo alto de aquellos endebles techos y que para subir a ellos era otra aventura aparte. Ahí radicaba también el riesgo y la peligrosidad del caso. No recuerdo si en ese tiempo alguien más realizaba ese trabajo en la ciudad o sólo era mi padre, pero de lo que estoy seguro es lo divertido que era para mí acompañarle a tan osada aventura. Después de haber terminado mis tareas escolares y de la revisión que hacía mi madre de ellas, ayudaba a mi papá con la caja de herramientas que era bien sujetada en la canasta de la bicicleta. Yo cargaba la escalera de aluminio sentado en la parrilla trasera cuidando no meter los pies entre los rayos de las ruedas; ante esa incomodidad y con ciertas dotes de malabarista para no dejar caer dicha escalera, llegábamos al lugar donde llevaríamos a cabo esa emocionante tarea. Gracias a este trabajo pude conocer muchas casas y compartir también con amables familias, pero sobre todo disfrutar un paisaje bastante peculiar de mi ciudad desde aquellas alturas. La tarea para mí comenzaba al sacar una a una de su caja las piezas de la antena en cuestión mientras don Manuel hacía adecuados amarres, con alambre de acero número 16 que compraba en la tlapalería Las Tres Marías, al tubo principal. El primer acto de fuerza era sostener ese tubo mientras se hacían dichos amarres por los cuatro puntos cardinales, para eso se empleaban enormes clavos de 5 pulgadas que eran clavados en las gruesas y duras paredes y en los que se sujetaban perfectamente dichos alambres; ya armado adecuadamente el cuerpo de la antena era colocada en aquel mástil que tenía adentro tres tubos más de diámetros menores y que se usaban posteriormente para su compleja elevación. Uno a uno esos tubos eran levantados y amarrados al igual que el primero mientras yo cuidaba que la escalera, con mi padre arriba, no se moviera. Levantar la vista y ver la altura que la antena alcanzaba y cómo ésta se movía por la fuerza del viento, en verdad que daba vértigo. A pesar del riesgo que muchas veces se corría, no recuerdo algún accidente ocurrido en esas obligadas tareas de mi infancia. Lo que bien recuerdo era que en esos altos techos de antiguas casonas encontraba manjares que disfrutaba con alegría y emoción, como aquellos dulces caimitos, mangos y deliciosas huayas que devoraba sin ser visto por sus propietarios. ¡Qué pillo aquel de tantas aventuras! Mi padre era muy estimado por todas esas familias y nos premiaban al bajar y terminar el trabajo con alguna bolsa o sabucán de esas frutas y otras como naranjas, aguacates o guanábanas, según la estación. Anécdotas dignas de contar son las que tuve al subir, junto con mi padre, al techo de la casa de mis tíos Gonzalo Vidal y Tere Mendoza, en el barrio de Sisal, y observar desde ahí una granja de enormes jabalíes que mucho me recordó el olor de la jaula de los leones del Parque Centenario, pero más intensa fue sin duda la experiencia vivida en la casa de la Nena Raygoza, conocida profesora de educación artística en esos entrañables años escolares, ya que en su interior convivía con una cantidad impresionante de perros, gatos y aves de corral que al entrar a ella y verlos entre los muebles de la sala, corriendo por la cocina con la libertad de aquellos personajes de las mismas Fábulas de Esopo, me hizo recordar esas imborrables narraciones aunque más que la verdad, no encontré ahí moraleja alguna. En esa ocasión, mi padre y yo tuvimos que hacer la “chamba” con pañuelos bien amarrados cubriéndonos nariz y boca y cuidándonos de no contraer alguna enfermedad cual letal pandemia en estos tiempos.

Fue muy grata e inolvidable esa época, como lo fue también mirar el rostro de esas familias, cuando al prender sus modernos aparatos de televisión podían disfrutar de la programación que llegaba a todos los hogares gracias a esa antena receptora recién instalada. Regresar a casa al caer la tarde montados en la bicicleta y después de un buen baño compartir la cena con mis padres y hermanos era un verdadero regalo después de la cansada jornada. En los bolsillos de mis pantalones sonaban ya algunas monedas como premio a la ayuda y al fiel acompañamiento en esas inolvidables tareas junto a don Manuel, mi inolvidable padre, que a muchos clientes pudo servir y agradecer con su peculiar carácter gracias a ese dedicado trabajo que realizó a lo largo de tantos años de su vida.

* Cronista de la ciudad