Manuel Tejada Loría
Notas al margen
Causa expectación la llamada “nueva normalidad”. Ese juego de conceptos y giros del lenguaje. No sabemos si en el fondo nos están albureando o sólo es candidez lingüística de uno, de nosotros, de ellos, no se sabe. Desde aquella “Susana Distancia” (que a la larga, resultó la mejor estrategia para no infectarse del COVID-19), estamos con la oreja atenta. Lo cierto es que el concepto, nueva normalidad, causa algo de escozor, dudas e incertidumbres.
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El confinamiento ha sido, me atrevo a afirmar, una experiencia amarga para gran parte de la población en Yucatán. Hay desánimo. Hay caras largas, corazones arrugados. Almas que envejecieron en estos más de setenta días que llevamos en cuarentena. No resulta sorprendente que al menos dos personas han intentado suicidarse arrojándose de puentes vehiculares o de peatones. El número de suicidios ascendente, esa otra pandemia yucateca, es un indicador preocupante.
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En algo ha servido permanecer encerrados. Al menos eso: permanecemos, sobrevivimos. Sin embargo, la economía no soporta la falta de actividad comercial, la ausencia de consumo y movimiento de personas. Desde ahí, desde esa imperiosa necesidad, surge el término “nueva normalidad”, el cual entendemos como las formas que debemos cambiar para continuar con nuestra vida colectiva, aun cuando el virus no se ha erradicado y representa un mortal peligro para la población.
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Cuestiones interesantes durante la pandemia: 1) de no ser porque los fallecimientos así lo confirman, pareciera que esto del COVID-19 es un amargo relato que ficcionalizan los medios de comunicación. Por eso mucha gente aún afirma equivocadamente “fue algo inventado”. Pero las lamentables muertes dicen lo contrario; 2) el comercio y las empresas fueron las primeras en adaptarse a las “condiciones del mercado”. A la semana del confinamiento ya habían creado nuevas estrategias para vender. Los consumidores, en la medida de su poder adquisitivo, respondieron y se adaptaron. Las transacciones comerciales por internet, supongo, tuvieron en este sentido un repunte. No así la vida social, que no logró ni con videollamadas un verdadero acercamiento humano.
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El confinamiento: vernos las caras las 24 horas del día. Escuché entrevistas sobre otro repunte que fue al alza: el de la violencia intrafamiliar. “Es que no nos ponemos de acuerdo ni siquiera en qué vamos a comer”, decía un joven de la Ciudad de México durante una entrevista en algún canal de televisión. Antes de la pandemia, nuestra rutina diaria, parecía salvarnos de nuestros propios demonios. Pero el COVID-19 nos confinó y tuvimos que enfrentar nuestra realidad con cubrebocas, sí, pero ya sin máscaras. Esto es lo que somos.
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Y lo que somos nada más alejado de esa realidad idílica que nos inventamos en redes sociales, ese feliz mundo de armonía. Sin máscaras, aunque con cubrebocas mal puestos, somos capaces de dañar al otro, de juzgar a nuestros propios hermanos por “cómo viven”, dañar la confianza de nuestras parejas, violentar a los otros que nos cuidan, como los médicos y enfermeras que han tenido que soportar lo más vil del ser humano: la incomprensión de uno mismo.
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Ola o semáforo. Pero está en naranja. Y la gente, de inmediato, como expulsada de sus casas, asintomáticos, nuevamente en las calles. Es que hay que reactivar la economía, dicen las autoridades. Pero la irresponsabilidad de cuidarnos, venía desde antes, y de nosotros mismos como sociedad. Hoy nuevamente los paraderos de autobuses, algunos comercios y calles, atestados de gente sin precaución. Como si por decreto presidencial el virus se exterminara. Pero no es así. Y el más grande temor es el rebrote de un virus capaz de exterminarnos de la faz de la Tierra.
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A final de cuentas, la nueva normalidad, es más de lo mismo: nuestros viejos hábitos, nuestras mismas pifias como humanidad.