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Pedro de la Hoz

Hace una semana, en la antevíspera de la Navidad, se marchó Raquel Huerta Nava y es muy seguro, que a medida que pase el tiempo, se notará aún más su ausencia. Muerte la suya prematura a los 55 años de edad, cuando tenía tanto que decir y muchísimo por hacer. En las letras mexicanas dejó huellas visibles de muy diversa índole, como poeta, narradora, investigadora y editora. Pero por sobre todas las cosas, poeta. Que era su condición esencial, heredada y ejercida consecuentemente.

Lo del linaje es evidente. Padre y madre, pilares de la lírica iberoamericana contemporánea. Efraín Huerta (1914-1982), “el gran cocodrilo”, tierno y rebelde, escribió versos de fuego como los que recogió en los libros Los hombres del alba (1944), La rosa primitiva (1950), El Tajín (1963), Poemas prohibidos y de amor (1973), Circuito interior (1977) y Estampida de poemínimos (1980). Thelma Nava (1931), autora de Aquí te guardo yo (1957), La orfandad del sueño (1964), Poemès choisis (1965), Colibrí 50 (1966), El primer animal y otros poemas (1986), El libro de los territorios (1992), Material de lectura (1992), El verano y las islas (1998), El primer animal. Poesía reunida, 1964-1995 (2000) y Los pasos circulares: antología personal (2003), fue reconocida recientemente por el INBA como Protagonista de la Literatura Mexicana. Justo en ese acto, Raquel tuvo una de sus últimas comparecencias públicas.

Mas a pesar de la sangre, Raquel no se parecía, estilísticamente hablando, a sus progenitores. De sus comienzos declaró: “La poesía llegó a mí como una liberación después de varios duelos: la muerte de mi padre, la muerte de mi abuelo paterno y mi divorcio de un mal hombre. Mi psique resultó bastante afectada por esta situación que me llevó prácticamente al límite de mi resistencia. Mi alma buscaba un remanso creativo y la poesía fue una respuesta para reconstruirme”. La venerable Dolores Castro la definió así: “Brevedad, transparencia, música, ¿qué más se puede pedir para atrapar definitivamente a la poesía?”.

Tejiendo verso a verso e hilvanando poemas publicó varios cuadernos, entre estos, Canto a la pasión (1994), LunArena: poetas de una sola palabra (2004) y Primera historia del viento (2005).

Sin embargo, su obra en prosa, en la que destacó como biógrafa e historiadora, le ganó un espectro mayor de lectores. Ahí van algunos de sus títulos: Nezahualcóyotl (2005), Bernal Díaz del Castillo (2005), Alexander von Humboldt (2005), Diego Rivera (2006), El guerrero del alba. La vida de Vicente Guerrero (2007), Por la manchega llanura: la influencia de El Quijote en León Felipe (2007), Mujeres insurgentes (2008), Acatempan (2009), Charlas de café con Emiliano Zapata (2009) y Leona Vicario en Chilpancingo (2012).

No obstante, en una entrevista concedida al veracruzano Eduardo Cerecedo en 2017, puntualizó: “Parto de la poesía y siempre vuelvo a ella. Es un sustento maravilloso de libertad, es palabra en concreción. El ensayo, las biografías, la narrativa representan un ejercicio diferente de la palabra, implican un desenvolvimiento mayor y a la vez, una mayor atención a los detalles. La historia, aún la que se sustenta en números y estadísticas, es poesía pura, es apasionante y sus relatos ocultos que piden salir a la luz, se apoderan de mi pluma como un instrumento de difusión e investigación”.

En defensa de su condición primigenia afirmó: “La escritura de la poesía es un ejercicio introspectivo, de dominio de la palabra, de liberación y experimentación. Para mí es un ejercicio reflexivo, casi filosófico. A veces se traduce lo propio, lo vivido, lo imaginado, otras veces es una especie de dictado necesario para seguir adelante, es prestar la palabra a voces tan profundas que casi son ajenas a la conciencia. En el proceso creativo se da la inspiración, que para mí no es otra cosa que el inmenso deseo de escribir”.

Al saberla ausente, como expresé al comienzo de esta nota, rescaté estos versos suyos que orientan la brújula de sus anhelos: “La fama y la fortuna son / un papalote soñando / controlar las tempestades…”.

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