Cultura

La rentabilidad del mal

Iván de la Nuez

Consideremos esta sinopsis: Una persona se levanta temprano, desayuna, sale para la fábrica donde trabaja, pasa allí diez horas, regresa a su casa, ve la televisión, se va a la cama y al día siguiente, vuelve a empezar. Esa vida rutinaria es producida como una serie de Netflix y acaba triunfando.

Pues bien, eso no va a ocurrir. Al menos, en el 99 % de los casos, una historia como esta, de gente común que se deja la vida para que el mundo gire, no está destinada al éxito ni el reconocimiento.

Consideremos este otro ejercicio: entramos al portal de Netflix o de cualquier otra plataforma para ver películas, series y documentales a la carta. El 99 % del éxito se le debe a políticos corruptos, traidores compulsivos, narcos, personajes con superpoderes que se toman la justicia por su mano, timadores, asesinos múltiples…

La rentabilidad de esta gente está asegurada. Y si tener éxito narrando una vida simple requiere de un talento fuera de lo común, el relato de cualquier delincuente solo necesita un poco de argucia y, si llega el caso, más sangre en el argumento.

El bien ha dejado de ser fotogénico, narrativo, especial.

El mal es carismático, adictivo y… ¡rentable!

Bajo esas premisas, se van construyendo las ficciones del presente, y también buena parte de sus realidades. Nos interesan las historias de éxito rápido, dinero fácil, dentelladas sin piedad. Y si no, la cotidianidad escandalosa de los reality shows, donde la gente se tira a la cabeza su miseria humana.

Todo eso, de algún modo, se reproduce en las consolas en la que los niños participan de una violencia virtual sin precedentes.

Al día siguiente, en la escuela, o en alguna fábula, tal vez les hablen de la virtud. O escuchen a algún político demandando una bondad que quizá él jamás haya practicado.

Es ahí donde empezarán a bostezar, ansiosos por regresar cuanto antes al reguero de maldad que las pantallas les ofrecen.

Hana Arendt habló una vez de la banalidad del mal. Pero, a estas alturas, no cabe duda de que lo que hemos banalizado es el bien. Justo en este punto, nuestra capitulación ya no tiene vuelta atrás.