Cultura

Carilda Oliver Labra: carne y hueso de la poesía

Miguel Barnet

Hace apenas unos días, para ser más exactos, el 29 de agosto, se apagó en Matanzas un haz de luz que durante 96 años estuvo iluminando la Isla. Se llamó Carilda Oliver Labra. Sí, Carilda, porque nadie más podía ostentar ese nombre. Murió como ella quiso, como vivió, como lo dejó escrito en unos de sus versos: “Y así me marcho, sonriendo a todos, / luminosa de gracia y desventura, / con el secreto horror hasta en los codos; / callándome en el verso y en la prosa, / para que escriban en mi tierra dura: /esta mujer ha muerto de dichosa”.

Y, en efecto, murió dichosa, rodeada de amigos y con el cariño de su pueblo y de todo el continente. Ella no merece obituarios y hacerlo sería una profanación a una vida azarosa, llena de vicisitudes, aventuras amorosas e incomprensiones que venció con su poesía y su conducta.

Transgresora, superó todos los prejuicios sociales de su época; los moldes provincianos en que le quisieron encasillar y se situó, como mujer, a la vanguardia con una obra que la coloca en los nichos sagrados donde hoy reposan Alfonsina Storni o Juana de Ibarbourou, por solo mencionar a dos de sus modelos.

Elogiada por Gabriela Mistral, desde su temprana juventud escribió sonetos y décimas ejemplares y fue dentro del conversacionalismo una precursora.

Neorromántica y surrealista, engarzó en la posmodernidad porque nunca su estética quedó atrás. En la temprana fecha de 1950, su estilo audaz y desenfado, su dominio de las técnicas todas del verso le valieron el Premio Nacional de Poesía. Su amigo y admirador, Nicolás Guillén, presidió el jurado, y la entonces joven poeta no cejó en el empeño de trabajar, de pulir sus versos con una dedicación y una humildad que caracterizaban más a una misionera iluminada que a una simple poeta.

Años más tarde, en 1997, recibió el Premio Nacional de Literatura, y en 2002 el del Frente de Afirmación Hispanista de México José Vasconcelos por la obra de la vida. Imbuida ya en el fragor de los años revolucionarios escribió su extraordinario poema-testimonial La Tierra:

Cuando vino mi abuela

trajo un poco de tierra española.

Cuando se fue mi madre

llevó un poco de tierra cubana.

Yo no guardaré conmigo ningún poco de patria:

la quiero toda

sobre mi tumba.

Inclasificable, novedosa, concisa, ofreció al mundo de las letras hispanoamericanas una poesía cargada de acentos de marcada fuerza humanista. Su actitud cívica, su amor por Cuba y por la Revolución, le otorgaron el don social necesario para que su poesía se inscribiera en lo mejor de la poesía testimonial de su época. Su Canto a Fidel llegó a la Sierra Maestra cubierto de pólvora y de malezas, durante los días aciagos de la lucha clandestina.

Ella fue la multiplicación de su propio ser porque a nada puede igualarse. Ella abrió las puertas a la poesía neorromántica cubana de la mano de Emilio Ballagas y de José Ángel Buesa. Y fue la novia de todos. Y escribió en el bufete sus poemas políticos con un lirismo devastante. Ella es un viento impúdico, aciclonado. Ella ha vivido en carne y hueso la poesía. Ella es inclasificable, pólvora y amianto, a desvergüenza y dentellada, jugando a no perder la luz en el último tute. Ella se rinde a diario a ella misma, a nadie más. Ella no es feminista, ni masculinista, es mucho más: ninfa del trauma, profesional del fósforo, maldita, bendita, hermosa como un tulipán, graciosa como un tomeguín, escandalosa como un petardo en medio de una sacristía, como su leyenda a la que se ha rendido con enhiesta liviandad y pudor cómplice.

Ella no es explicable ni en la exégesis, ni en el discernimiento. Pudieron haberla asesinado con elogios banales y adjetivos edulcorados, pero ella no se dejó vencer. Supo separar la paja del grano. Y salió invicta como Safo.

Ella es la expresión desenfadada y profusa de todas las quimeras soñadas por las mujeres de su época. Es la cúspide de una radiante floración de poetisas que quedaron en el camino porque cogieron por la vereda. Y se vistieron a la moda. Y fueron devoradas por su propio hastío, mientras ella escribía poemas al sur de su garganta. Ella es un ángel lascivo y un teorema social. Ella es un diablillo azafranado, un ave fénix que resucitará siempre de sus cenizas. Ella es el tiempo inmarcesible de nuestra juventud.

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