Emiliano Canto Mayén
De manera sorpresiva, recibí la orden de encaminarme a Cherán para conocer y hablar con su gente, tanto notables como comuneros, de manera informal y ejecutiva. De inmediato, los amigos y familiares me aconsejaron ir con suma precaución y cuidado, aun entre los corderos –me repitieron hasta el hartazgo– puede haber maleantes infiltrados.
Entiendo cada una de las preocupaciones de quienes me quieren y aprecian, pero no me mandaron de corresponsal de guerra al extranjero. Debido a la cobertura reciente de los medios noticiosos, se asocia a Michoacán con grandes peligros y hechos aciagos, tales como Felipe Calderón –quien en mala hora ciñó la espada–, las desapariciones forzosas y cierto tipo de enfrentamientos innombrables que me confieso incapaz de trasladar al papel.
Por mi parte, pese a las recomendaciones y malos augurios, mi imagen de la cuna de Lázaro Cárdenas dista mucho de concordar con la de mi parentela y círculo social: de Morelia guardo hermosos recuerdos de juventud y mis padres vivieron en aquella capital antes de mi nacimiento, hace dos décadas; igualmente, he guiado los pasos y cuidado la retaguardia de jóvenes estudiantes de historia entre los petroglifos y pirámides de Tzintzuntzan y, magnífico panorama, los bosques al borde de los caminos michoacanos permiten al viajero admirar uno de los pocos pulmones sobrevivientes –mentiría si pusiera sanos– del país.
Arribar a Cherán es un lugar común. La iglesia principal es esbelta, de nave de cemento y su arquitectura actual es resultado del siglo XX; los primeros pisos de las casas de esta localidad son de madera, con barandales y artesonados tallados en pino, y su plaza principal está viva y animada desde temprano hasta una prudente hora nocturnal.
A mi llegada hice lo que todo antropólogo en su sano juicio debería hacer, ir a escuchar misa y hablar luego con el sacerdote. Así lo hice, el sacerdote se llama Jesús y es joven y alto, pero para mi fortuna (me niego a escribir que fue mala), bajé del autobús justo durante la celebración del 8 de diciembre, día de la Virgen de la Inmaculada Concepción.
Pregunté a un dependiente y él marchó a llamar al sacerdote Al aparecerse ante mí, Jesús ordenó que lo siguiera y así lo hice –negarse hubiera sido un sacrilegio– y me indicó que entrara a la fiesta del cambio de colectores. No había dicho ni mi nombre y me negué ¿cómo entrar a un festín sin ser invitado? Jesús me dijo que siempre hay lugar para todos en su mesa y, en menos de lo que canta un gallo, pusieron ante mí un plato de carnitas, frijoles, una botella de litro y medio de refresco y tortillas suficientes para alimentar a toda mi familia. Engullí y hablé con los invitados en torno mío:
–¿Eres investigador? –preguntó José Luis.
–En efecto, pero ¿cómo supo?
–Por la facha –respondió una dama de junto– es más, ese güero de chaleco café y morral de yute, también lo es. No más llegan y los reconocemos… –Reí para mis adentros.
Es necesario hacer algunos apuntes de lo que pasaba alrededor mientras comía. Jóvenes y mujeres mayores con grandes listones sobre la cabeza rondaban aquí y allá. Todos estaban animados y reinaba la expectación. Ante mis preguntas sobre quiénes eran las anfitrionas, me explicaron que ellas habían servido un año en el templo, encargándose de las labores y faenas cotidianas y festivas, y ahora se les reconocía públicamente.
Vino Jesús a mí y me dijo que ya iba a marchar la procesión y yo decidí seguirlo. Las keris tomaron a la virgen a cuestas y fuimos, precedidos por dos burritos y perseguidos por una banda, a dos capillas. Narrar cada detalle que observé sin planearlo bastaría para llenar una tesis doctoral; sépase, sin embargo, que el esfuerzo físico me hizo desquitar, con creces, el banquete previo. Hubo rezos, cohetes, baile, burlas y hasta en un momento inesperado se cruzó un hato de vacas con la devota procesión, solo yo temí que todo terminara en una Pamplonada, a nadie más le llamó la atención la coincidencia vacuna.
Al término de todo, horas después y luego de haber hablado con medio Cherán, volví a Jesús, su rostro resplandecía de sudor y con una sonrisa gigantesca me preguntó
–¿Para qué me buscas, hijo mío?
–Ya no lo recuerdo, padre.
Hasta ese punto había llegado mi aturdimiento por las imágenes, olores y vivencias de aquella inolvidable tarde de diciembre.
Al día siguiente, por andar fotografiando una boda, terminé en la mesa de los padrinos y, como escuché a una banda tocar un desfile y corrí con la cámara en mano, terminé ¡en un cortejo fúnebre!
Ahora que escribo en la Plaza o Zócalo de Cherán, con los pies desgastados y las piernas molidas, confieso que lo extraordinario de este pueblo de Michoacán es que supo recuperar su vida ordinaria, afable y sencilla en una región sumergida en la violencia y la inseguridad.
El 15 de abril de 2011, unas feligresas que salieron del Calvario, intentaron detener a los “talamontes” que desde hacía años saqueaban sus bosques y amenazaban con infectar sus aguas. La trifulca hizo que, a campanazos, se levantara el pueblo y, luego de meses de lucha, se expulsó a los ladrones, al alcalde y a los partidos políticos. Desde aquel entonces, Cherán se gobierna y protege de acuerdo a sus usos y costumbres y, por lo que he visto con mis propios ojos, estos han permitido que me pasee y charle con algunas de las personas más simpáticas y sencillas que he conocido en la vida.
Muchos estudiosos han escrito tesis, artículos y ya hay más de una docena de documentales filmados ¿para qué vine entonces? Para ver y creer.
Ojalá que esta experiencia exitosa en Michoacán nos inspire a recuperar la tranquilidad de nuestras colonias, barrios y pueblos. Si la campana de Hidalgo anunció nuestra independencia ¿a qué convocó la del Calvario de Cherán?