II
La ambivalencia del arte de nuestros tiempos tiene que ver con el hecho de que ya no se asume solamente como un objeto estético, sino también como un vehículo axiológico y hasta como una herramienta político-ideológica.
Aunque en los hechos el arte siempre ha tenido esos componentes, el peso de los mismos en la sociedad moderna es cada vez mayor, de tal manera que, aquello que desde la perspectiva de Kant era inexplicable a la luz del entendimiento (sin conceptos, diría el prusiano) y que se constituía como un juicio en torno de nuestras emociones o sentimientos (el juicio cabalmente estético), hoy nos agrada o desagrada en función de sus contenidos ético-morales o ideológicos. Creemos, a pie juntillas, que no hay estética sin ética y por allí comenzamos a confundirnos.
Y es que el universo ético, si nos atenemos a Kant, está regido por un imperativo que deviene de nuestra racionalidad y que se constituye como guía de nuestras acciones. Así, lo que aparece ante nosotros como un dilema ético-moral es, en realidad, un conflicto entre valores.
Visto desde ese ángulo, el asunto del Zapata gay supone el choque entre dos exigencias morales: el respeto y la libertad de expresión.
Al hacer abstracción de las circunstancias, es difícil determinar cuál valor debería tener supremacía sobre el otro. Pero la ética es la cara práctica de la filosofía y ello nos permite ver el asunto dentro de un contexto específico.
Así, la familia de Emiliano Zapata y un grupo orgánico vinculado a ella (que se erige como representante del campesinado), exigen respeto por la figura del héroe, lo cual parece razonable. Mas el problema está en el aspecto en el que ancla esta demanda: representar al General Zapata como un homosexual.
Al respecto deberíamos hacer dos consideraciones: la primera deriva del hecho de considerar la homosexualidad como una inmoralidad, lo cual implicaría la estigmatización y criminalización de un sector de la sociedad que, desde otra perspectiva, sólo usa su libertad para obrar en función de sus preferencias sexuales; la otra consideración tiene que ver con la intencionalidad del autor, pues al parecer, su objetivo era convertir a Zapata en una figura reivindicatoria de una lucha que, por lo demás, ha costado muchas vidas y ha acontecido en medio de una gran violencia material y simbólica.
Me parece que en ninguno de los dos casos hay una falta de respeto y el conflicto, entonces, tendría que resolverse (al menos en este caso) a favor de la libertad de expresión, pues, al ser rigurosos, la incorrección ética vino de quienes ejercieron la intolerancia.
Mi perspectiva es que la obra de Cháirez es de mala calidad y nunca la defendería en tanto objeto estético; pero, éticamente, es irreprochable. Su exhibición exhibió además el machismo y la intransigencia de muchos, aunque también la necesidad de entender mejor nuestra relación con el universo de los valores y su funcionamiento.
Para finalizar esta entrega, me gustaría hacer una reflexión, pues juzgar éticamente un producto estético puede ser peligroso. He visto juicios sobre algunos artistas, en los que la obra queda de lado y se ponderan otros aspectos ético-ideológicos para descalificarlos sin la agudeza suficiente. Mas pongo aquí el caso de Ricardo Arjona, un baladista guatemalteco que patrocina varias fundaciones de ayuda para la gente de su país: suponiendo que su actividad sea honesta y no responda a alguna suerte de propaganda, ¿esa obra de solidaridad social la haría, automáticamente, un artista de muy alta calidad?
Nunca, como ahora, debemos ayudarnos a pensar colectivamente.
Continuará.