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Cultura

Lo que el tiempo se llevó

Conrado Roche ReyesI

Hasta antes de la irrupción de la post modernidad y la explosiva inmigración de personas de otras entidades del país, hacia Mérida, y a todo Yucatán, había algunos objetos, utensilios, usos y costumbres (me cae mal esa frasecita), en esta nota.

Cuando yo era niño, me despertaba el silbato de la Cervecería Yucateca, aquél era el primer sonido que escuchaba anunciándome que vivía un nuevo día más. Desperezándome en la hamaca, aún con “chemes” (lagañas) en los ojos, la corneta de la cercana estación de la entonces llamada “caballería” que no era otra cosa que la policía estatal y de paso, añado que estaba conformada casi en su totalidad por señores de avanzada edad, se encontraba en la avenida Reforma, donde después funciono la SPV. Por la ventana, los pasos apresurados de las señoras que acudían presurosas a misa de siete en la iglesia de Santa Ana, a la vuelta de mi casa, ya que “ya había sonado la segunda llamada” (campanada). Mientras mamá nos servía el desayuno a sus seis vástagos, 4 mujeres y dos varones, pasaba a media calle el rebaño del chivero vendiendo leche del mismo rumiante. El único que tomaba de esto era papá, a quien le encantaba consumir este bien espumoso alimento. Mientras mama hacia el chocolate en la batidora (lo de la licuadora aún no se hacía” viral”) todos los chiquitos y mis adolescentes hermanas, ellas uniformadas del Colegio Hispano Mexicano (sito a cuadra y media) y salíamos hacia nuestros respectivos centros educativos. El aguador pasaba en un enorme barril con su carreta tirada por una mula comprando agua de los aljibes. Nos cruzábamos con el panadero que llevaba su globo en la cabeza y con su palmoteo característico de este gremio: “Tutis, maja blanco, pan de leche, hojaldras y pan francés”, pero no conocíamos la telera, la chilindrina ni nada de eso). En bicicleta sobre Montejo –sin camellón y unos pequeños farolitos– transitaban muchos camiones con pacas de henequén rumbo al muelle nuevo de Progreso (la terminal remota ni siquiera era un pensamiento, un sueño de manifestante mariguano/a).

Por todos los barrios –ahora hablo en específico del mío–, los venteros ambulantes circulaban pregonando o anunciando, cada gremio a su modo o uso, su mercancía o trabajo. Por ejemplo, el lechero tenía un silbido muy particular, lo mismo que el barquillero que hacía sonar un triángulo musical, o el afilador, con su mellotrón de plástico muy característico de ellos “fiu fiufiufiu). El sonido metálico de una olla percusionada con un palo, anunciaba al chino –un oriental coreano– que las componía y las devolvía como nuevas. “¡Caridad ninio¡”(sic) pedía un “caridad” (limosnero). Se le daba tortillas o pan chuchul o unos centavos. Si no había en casa nada de aquello, se le decía simplemente “perdone”. Que los zapatos “tenían hambre”(la suela levantaba), ahí estaba a 50 metros el zapatero remendón del barrio en su taburete, don Hernán y su establecimiento “La Luchita”. Que un pantalón se rompía o estaba “brinca charcos” (corto), el sastre de “El tugurio” –en serio, así se llamaba–, rápidamente le ponía remedio. Si algún cajón del “chifonier” o algo del mismo se deterioraba, a unos metros estaba el carpintero Oxté, quien, en dos patadas arreglaba aquello. Para pequeñas reparaciones a la mampostería, Celso, el albañil del barrio, resanaba aquello. Incluso, para no ir al “comercio”(el centro) había a la vuelta de mi casa, en su traspatio, la fábrica de calzado “Fafito”, enfrente de la carbonería. Una mestiza pasaba pregonando”¡desoinador¡”(deshollinador) escobas”. El deshollinador era una escoba muy larga, un “bo” para limpiar los techos. La ropa se lavaba a mano (la lavadora fue una bendición) y en batea. Se usaba el “azul”, un jabón fabricado acá. No sé qué clase de ropa sería, pero se metía en una gran palangana en leña hirviendo con “polejiya” (polejía), las camisas nuevas se almidonaban y después se “alisaban” (planchaban) para después guindarlas en una larga soga para secarlas al sol. Recuerdo que era un martirio aquel raspar en el almidonado cuello. Un milímetro del cabello sobre las orejas y los papás y mamás (No el grupo músico vocal gringo) ponían el grito en el cielo diciendo: “El sábado vas a la barbería, ya tienes “polka”. Los trastes se lavaban con Fab –asi fuera de otra marca– y sosquil (zacate). El Scottbrite no nacía. Al mediodía entraba simplemente quitando la aldaba de la puerta –tal era la confianza y paz entre los yucatecos– diciendo con una canasta equilibrándose en su cabeza “tortia cuánto” (con acento en la “I” sin LL””), y no había que gritar a los cuatro vientos que eran “hechas a mano”, eso se daba por asentado.

A las 11 de la mañana salíamos de clases colgados de algún camión de pacas en las “biclas” (bicis” mi hermanito y yo. Imposible el paso al reino de mamá sin antes “refrescarnos” –quitarnos los zapatos y mecernos en una hamaca, las camisas detrás de una puerta, no nos fuera a batir el viento– ya que estábamos “calurosos”. Nos sentábamos a leer “cuentos” (comics) en la terraza interior, pero lejos del “resistero”(el reflejo del sol) “porque da catarro “. En punto de las 12:30, llegaba papá de su trabajo en la empresa familiar, y todos sus hijos corríamos a “saludarlo” de beso, en el cachete o en la frente. Obviamente, cada semana traía el “boletín de la Embajada de la URSS” bajo el hombro, más bien en el xic”(sobaco) y entonces sí, toda la familia a la mesa ya dispuesta para el almuerzo con alguno de los guisos de éxtasis que mamá hacía, manos de milagro para cocinar, hasta hoy no igualados. Mi hija Tania, una psicóloga normal y lógica, con esto quiero decir que realiza su trabajo como tal en Cepredey (Prevención del delito), mas lo primordial para ella es realizar labores propias de su sexo, heredó mucho en esto por mamá, de la gastronomía yucateca. En ni próxima nota escribiré in extenso de lo que sucedía al caer la tardecita, incluyendo las angustiosas para mi hermano menor y yo, serenatas a las hermanas mayores: ¡Cómo odiaba aquel sonido que precedía a las mismas, al afinar los músicos sus guitarras!

Continuará.

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