Joaquín Tamayo
El escritor William Styron cayó en lo más profundo de una crisis cuando perdió el control de las palabras, de su eterno aliado, el lenguaje. El filtro de su contención y su sentido de la mesura habían desaparecido de pronto. Colapsaron. Acababa de arribar a París para recibir un prestigioso premio. Entonces comenzó a soltar frases absurdas, fuera de lugar, poco amables hacia sus anfitriones.
Los ataques de pánico se le comenzaron a presentar en todo momento, bajo cualquier circunstancia; en un principio solo llegaban muy temprano o por las tardes. Sus pensamientos eran un turbio presagio. Sin embargo, él ya sabía el nombre de aquella sombra amenazante… Sin ser un libro clínico o una enciclopedia sobre enfermedades neurológicas, mucho menos un manual de autoayuda, Esa visible oscuridad (memoria de la locura) es una de las biografías más crudas y sinceras jamás escritas sobre la voracidad implacable de la depresión.
William Styron (1925-2006) logró escapar de ella, de su emboscada mental, para relatar el clima delirante de la peor época de su vida. De ese modo, el narrador norteamericano concibió un libro breve como la tregua –esa oportunidad para sacar la cabeza del agua– que a veces suele conceder la depresión a sus víctimas. A la distancia resulta irónico que un autor de novelas complejas y ambiciosas escribiera una pieza corta para un mal tan prolongado e interminable. Y es entendible: su único deseo consistía en desprenderse de la neurosis de esa alimaña.
Pero todo tiene una razón: en realidad, el carácter literario de la obra fue para el autor lo menos importante al encarar el recuerdo de ese periodo. Le preocupaba, eso sí, dejar testimonio, su testimonio, acerca de la lucha sostenida contra el ángel exterminador, cuyo hechizo casi lo condujo a tomar decisiones suicidas. No tenía defensa para contrarrestar el poder de su propio castigo: los medicamentos no funcionaban; el insomnio persistente, necio; el inesperado remolino de la angustia, las ilusorias alarmas de la paranoia y el arrebato de las ideas negativas aparecen una y otra vez en los episodios del relato.
Por primera vez en su trayectoria, el estilista Styron ponderó la sustancia, el contenido, por encima de la estructura, de la estética; se abandonó a la poesía de la verdad en pos de otro tipo de belleza: la del dolor y la pérdida paulatina de dejar de ser uno mismo. Ese es, quizás, el síntoma ineludible de la depresión: la aguda y punzante nostalgia por uno mismo, por no volver a ser el de antes, por ser otro acaso incapaz de reconocerse en la geografía de su interior, tal y como de alguna manera le había ocurrido a varios de sus más significativos personajes. La protagonista de La decisión de Sofía, controvertida y exitosa novela suya, nunca volvió a ser ella luego de enfrentar uno de los dilemas maternos más dramáticos y crueles del Holocausto.
No en vano, el premio otorgado en Francia a Styron se debió, en gran medida, a la repercusión que tuvo la pareja formada por la judía Sophie Zawistowska y Nathan Landau entre millones de lectores. La película, inspirada en la narración, hizo aún más célebre al novelista. Antes, con Las confesiones de Nat Turner, Tendidos en la oscuridad, La larga marcha y Esta casa en llamas, William Styron ya era un autor de primer orden. Había obtenido premios relevantes y estaba en la élite novelística junto a Norman Mailer, Truman Capote y John Cheever.
Elogiado por la crítica, millonario por la venta de sus libros, hombre de familia, amigo de mandatarios y consentido de intelectuales, la existencia del escritor era el ejemplo del artista contemporáneo. Nadie podría siquiera suponer que durante años había ocultado, gracias al alcohol, el misterioso padecimiento que lo aquejaba.
En las últimas páginas de Esa visible oscuridad, cuando hace un recuento de sus años de paciente confinado en un sanatorio psiquiátrico, Styron intenta esclarecer el origen de su depresión. ¿Haber dejado abruptamente la bebida, el bache en el que había caído su literatura, la edad y su miedo a morir? ¿Qué fue, qué fue?... Pudo ser el golpe que sufrió aún adolescente ante la prematura muerte de su madre o la herencia del temperamento pusilánime y triste de su papá. Lo cierto es que el autor nunca llega a una conclusión definitiva. Después de todo, agradece haber salido del infierno, haber regresado no tanto al hombre que había sido, sino al enfermo crónico que desde ese instante tendría que empezar de nuevo, hasta el final de su vida, a diferenciar la memoria de la locura.