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Cultura

Caronte y María

El primero de noviembre próximo, su santidad Pío XII definirá que laAsunción de la Virgen María a los cielosen cuerpo y alma, es un dogma de Fé

I

Allá en las tinieblas desconocidas que sólo pisan los muertos con sus pasos sin huellas, un hombre espera.

No se divisan orillas ni mares en este punto sin formas, perdido en quién sabe qué parte del universo o del alma de los hombres. Sólo niebla, una niebla gruesa, ingrávida, muerta.

Una pequeña barca flota en ella inmóvil y silenciosa, inverosímilmente anclada al muelle imposible de esa nada sin márgenes profunda y misteriosa.

II

El hombre espera, espera.

Sus ojos escrutan de cuando en cuando a través de la niebla sin horizonte. A veces camina por el fantástico mar sin playas. Y a veces se detiene sin saber por qué.

Espera, espera la ráfaga de vida de un alma viajera, que rompa el silencio infinito de su infinita soledad con su presencia trashumante.

Está siempre de pie, eternamente, inacabablemente, con el torso desnudo y los pantalones disparejamente subidos hasta media pierna. Es un pescador. Y, sin embargo, es pálido, muy pálido, más pálido que las nieves y los muertos.

En su mundo no hay sol ni estrellas, sólo silencio, soledad y niebla.

Es Caronte, el barquero de la muerte.

III

En las arrugas de su rostro de semidiós cansado, se lee el paso de siglos y más siglos. Nadie sabe ni recuerda, ni siquiera él mismo, el tiempo que hace que navega.

César, Alejandro, Fidias, Cleopatra, Sófocles, Aristóteles, Eurípides. Todos, absolutamente todos sin excepción, grandes y pequeños, ricos y miserables, genios e imbéciles, han navegado en la barca de Caronte al más allá.

Y, sin embargo, él no recuerda a nadie ni nada.

Y es ése su doloroso y terrible infierno. No tener ni recuerdos. Estar lleno de silencio por dentro y por fuera, inundado de soledad y tinieblas por todas partes para siempre.

IV

Una ráfaga le hiere por la espalda. Caronte se vuelve. Y sus ojos atónitos no aciertan a creer lo que ven. Un perfil se recorta en las tinieblas como una sombra más oscura.

Caronte se estremece. Y corre, corre al encuentro de la sombra que osa así a retar el designio de los dioses.

Apenas a unos pasos de distancia acierta a verla. Es una mujer.

“¿Quién eres tú, la interroga ásperamente, que no te conozco? ¿Acaso una nueva divinidad hija de Zeus o, quizás, una diosa oculta bajo formas para mí desconocidas?”.

“Soy María –responde con dulzura la mujer–, María, hija de Ana y de Joaquín, esposa de José y Madre de Jesús”.

“¡Atrás!- exclama Caronte horrorizado-. ¡Atrás!, no puedo llevarte en cuerpo y alma. El peso de tu carne hundiría mi barca. Naufragaríamos en esta nada para siempre, como los hombres que se soñaron dioses”.

“Tu mundo –continúa Caronte–, no está a dónde vas sino de dónde vienes. Aún no es tiempo. ¡Regresa! ¡Vuélvete!”.

María se detiene y calla. Ora por Caronte, intercede como en las bodas de Canaán ante el hijo amado, por el semidiós cansado, por el barquero de la muerte.

V

Caronte palidece y bruscamente se vuelve buscando algo. Con ojos desesperados de angustia busca, busca con frenética locura en las tinieblas.

“¡Cómo he de llevarla!, ¡cómo! –grita al fin encarándose a la nada–, ¡cómo! Su carne no resistiría. Se despedazarían sus oídos y su voz en mis silencios, sus manos en mis tinieblas, sus ojos en mis sombras, sus entrañas en mi ingravidez”.

El silencio más profundo que todos los silencios de los hombres, le responde.

Caronte duda. Al fin alarga la mano a la mujer, diciéndole: “Ven conmigo”.

VI

María, la madre de Jesús, aborda la humilde barca de Caronte, el barquero de la muerte, en cuerpo y alma.

Y apenas su planta la toca, se realiza el milagro.

Las tinieblas se disipan. Calienta el sol. Un himno angelical inunda los espacios. Ríe la noche en el prodigio de sus estrellas. Y un rumor de alas los acompaña para siempre.

Caronte ríe, ríe y llora. Ya no está solo. Ya se rompieron sus silencios infinitos y se disiparon las tinieblas misteriosas y profundas. Ya es feliz, feliz eternamente.

Y Caronte cae de rodillas y cree en Dios.

Mérida, Yucatán, México, septiembre de 1950.

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